January 4, 2008

Pablo Capanna | El hombre posbiológico

Si es cierto aquello de que Hegel fue el filósofo del Estado prusiano, no hay duda de que Francis Fukuyama aspira a ser el ideólogo del Imperio global. Por cierto, el empeñoso nisei –verbigracia, hijo de japoneses en América– de Johns Hopkins está muy lejos de Hegel, pero sus opiniones son tenidas en cuenta por los que mandan, de modo que vale la pena conocerlas.
Nuestro futuro poshumano es el último libro del autor de El fin de la historia. En él, Fukuyama parece suspender un tanto su innato optimismo y se muestra preocupado por las manipulaciones –genéticas o no– que apuntan a mejorar la “naturaleza humana”. Este último es un concepto bastante discutido, si pensamos que el hombre siempre fue un “animal desnaturalizado”, pero ahora parecen existir los medios para una “solución final” de la naturaleza humana que podría dejarnos obsoletos a todos los “hombres biológicos”.
En las especulaciones de los filósofos, el tema no es nuevo. Ya en el siglo XVIII el escéptico David Hume (que ni siquiera imaginaba cosas como la evolución o la ecología) escribió que si la naturaleza hubiera hecho las cosas con más inteligencia, hubiera creado menos especies, pero con mejores facultades, entre otras cosas eliminando el dolor.
Mucho más tarde, Freud pensó que la ciencia ya había avanzado por este camino, al crear “prótesis” tecnológicas que ampliaban nuestros sentidos, pero seguíamos siendo infelices. “El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos aunque éstos a veces le provoquen sinsabores”, escribió en El malestar en la cultura (1930).
Veinticinco años después, Norbert Wiener, el padre de la cibernética, consideraba que la tecnología ya estaba en condición de diseñar prótesis que fueran más eficientes que nuestros miembros y órganos naturales.
Freud y Wiener inspiraron Limbo, una extraña novela que en estos días cumple medio siglo.

El hombre ortopedico

  Limbo, la novela que Bernard Wolfe escribiera en 1952, ha sido comparada, no sin  exageración, con Huxley y Orwell. J.G. Ballard la calificó como “la gran distopía  americana”. Con el tiempo ha llegado a ser objeto de culto en ciertos círculos, no  tanto porque se la ve como precursora del cyberpunk, sino por haberse adelantado a  esas cuestiones que hoy llegan a preocupar hasta a Fukuyama. Desaparecida de los  catálogos en inglés, Limbo todavía se puede leer en una deplorable traducción  española.
  Bernard Wolfe (1915-1985) era un psicoanalista de Yale que en sus años mozos  había sido marino mercante y hasta guardaespaldas de León Trotsky. Fuera de este  libro, y a pesar de su éxito, apenas escribió unos pocos cuentos.
 Limbo tiene quinientas páginas, plagadas de disquisiciones sobre el masoquismo y el  impulso tanático, con una narración apenas lineal, dibujos, bibliografía y hasta un  cuadro  sinóptico. Es tan didáctico como cualquier utopía clásica, y recién se anima en las últimas páginas.
Para eludir el fatídico año 2000, Wolfe se propuso imaginar 1990, a cuarenta años de su tiempo. Admitía no tener idea de cómo iba a ser 1990 pero confesaba que sólo había pretendido hacer una sátira, extrapolando las tendencias del presente, para lo cual se había inspirado en Norbert Wiener, William James, Freud, Nietzsche y Rimbaud.
No hay que sorprenderse si en 1952 B. Wolfe imaginaba que el futuro estaría dominado por ideologías de las que apenas nos acordamos, como la Semántica General de Korzybski o el “orgón” de Wilhelm Reich, aunque una de ellas, la Dianética de Hubbard, llegó a ser una religión. Pero Wolfe también le veía un gran futuro a la Teoría de Juegos de von Neumann, a la cibernética y a la revolución gerencial de Burnham. Hasta anticipaba un auge del yoga para los Noventa.
Como cabía imaginar durante la Guerra Fría, en los ‘70 sobrevenía una tercera guerra mundial, esta vez nuclear y dirigida por unos enormes ordenadores estratégicos, descendientes de Eniac.
El protagonista, un neurocirujano afectado a un hospital de campaña del Africa descubría con horror que acababa de salvarle la vida al piloto que venía de destruir París y Varsovia, a pesar de que en los años de preguerra había sido un activo pacifista.
Asqueado, el Dr. Martine huye en un avión-ambulancia a una isla del Océano Indico y se exilia allí durante veinte años. En la isla se encuentra con que los nativos vienen usando desde hace siglos la trepanación de cráneo para extirpar la agresividad. Para evitar que sigan muriendo por la falta de asepsia comienza a hacer lobotomías en su quirófano, y con el tiempo acumula una enorme experiencia en ese tema que alguna vez había preocupado a Wiener. Pero pronto descubre que, al matar la violencia, también elimina el orgasmo y la creatividad.
Un día, la llegada de un barco altera la calma de su isla de lotófagos y se entera de que buena parte del mundo ha quedado arrasado. De Estados Unidos sólo se ha salvado una angosta franja del interior, y lo que queda del bando comunista ha tenido que unirse para comenzar a reconstruirse.
Martine huye y regresa a Miami de incógnito. En veinte años han pasado muchas cosas. Theo, el criminal que él mismo había salvado es quien puso fin a la guerra al destruir a la gran computadora Emsiac; lo mismo hizo su homólogo, un piloto ruso. El médico Helder, que Martine había conocido en el hospital, es hoy presidente de los Estados Unidos residuales.
El horror de la guerra nuclear ha engendrado una ideología de la pasividad, el Inmob, cuyo lema es “no hay desmovilización sin inmovilización”. La elite dirigente ha resuelto amputarse brazos y piernas para garantizarle al adversario que jamás volverá a pelear.
Excluidas de la amputación voluntaria (el autor no oculta su machismo), las mujeres cuidan a los troncos masculinos inmovilizados en sus cunas, aunque su nueva condición las ha llevado a asumir la iniciativa sexual. Las tareas serviles están a cargo de mujeres y negros, pero la producción está en manos de los robots.
Los partidarios más radicales del Inmob abogan por la mutilación general. Los más progresistas han adoptado prótesis electromecánicas, con las cuales pueden realizar hazañas atléticas increíbles y usar una gama ilimitada de herramientas.
Martine, que viaja de incógnito, se horroriza cuando se da cuenta de que el Inmob ha surgido de las sarcásticas reflexiones que él mismo dejó anotadas en un cuaderno, hoy convertido en Biblia. La leyenda de su desaparición, alentada por Helder, lo ha convertido en el ideólogo del nuevo orden.
Concebidas como un equivalente moral de la guerra, tal como lo había propuesto William James, han reaparecido las Olimpíadas. En ellas se enfrentan todos los años los atletas mutilados de la Franja Interior (ex USA) y la Unión del Este (ex URSS).
Sin embargo, cuando casi todos se han amputado para garantizar la paz, aparece un nuevo motivo de conflicto, la posesión de los yacimientos decolumbio, un material que se ha vuelto crítico para la fabricación de las prótesis.
Las hostilidades se inician en las Olimpíadas, cuando los atletas orientales ganan todas las competencias. Entonces sacan a relucir las armas que ocultaban sus brazos protésicos y matan a toda la plana mayor occidental. Al mismo tiempo desencadenan una sorpresiva campaña de sabotaje, volando ciudades y fábricas.
En realidad, lo que acaba de ocurrir es apenas el casus belli que esperaban Helder y Theo, quienes han aprovechado para sacarse de encima a sus rivales internos. Confían en que una guerra limitada, sin armas nucleares, les asegurará la hegemonía mundial. Pero todo indica que las cosas no terminarán ahí.
Paradójicamente, la nueva guerra se ha desencadenado por la posesión de un metal que nadie necesitaría si antes no se hubiera amputado: un motivo ideológico absurdo que encubre la vieja lucha por el poder.
Martine saca conclusiones pesimistas sobre “el aplastamiento del Yo por el Ello” y no atina más que a regresar a su isla, dejando abierto el final.

Corregir la evolución
Esas prótesis de las que hablaba Freud y que inspiraron la pesadilla de Wolfe han llegado a invadir nuestra vida, al punto que muchos individuos hoy llevan una vida normal gracias a marcapasos, implantes o sensores que hacen de ellos verdaderos cyborgs. Stephen Hawking se parece más al Hombre Nuclear que al inválido que había producido la naturaleza, pero las prótesis tecnológicas le han permitido tener una vida.
Sin embargo, las prótesis no son todo. Su alternativa, la idea de diseñar organismos más “eficientes” que los naturales ha ingresado en el campo de lo posible desde que apareció la ingeniería genética.
En 1981, Ananda Chakrabarty patentó una bacteria modificada y ocho años después, la Du Pont ya patentaba su “onco-ratón”, un ratón diseñado para la investigación.
Técnicamente menos compleja, pero de enorme impacto cultural, fue la clonación de Dolly y de todos los mamíferos que la siguieron, cuando todavía se discuten no solamente los aspectos éticos de la cuestión, sino la propia eficacia de esta tecnología.
En estos días, el médico italiano Severino Antinori y los raëlianos aseguran estar en condiciones de clonar un ser humano, con lo cual ya podemos pensar si al futuro bebé habrá que asignarle un número de patente o un documento de identidad.
En un contexto como éste, algunos científicos y divulgadores han vuelto a especular sobre la posibilidad de mejorar la especie humana, tanto rediseñando su genética como suministrándole prótesis capaces de reemplazar sus frágiles cuerpos.
Como Nietzsche, Freeman Dyson pensó que la humanidad tal como la conocemos no era la última palabra de la evolución y debía ser superada. El inefable Frank Tipler también dijo que la especie humana sería superada algún día por las máquinas autorreproductoras que había imaginado Von Neumann. Bob Ettinger, teórico de la criónica y la nanotecnología escribió un libro con el nietzscheano título Del hombre al Superhombre: “¿Con qué objeto tendríamos que intervenir en la evolución de la especie, aparte de soñar con la inmortalidad y la omnipotencia?”
“Para evitar la aparición de gente como Hitler”, respondió Doyne Farmer, un investigador de Los Alamos. Su argumento resultó convincente para muchos, aunque otros opinan que sería jugar a ser Dios. Después de todo, eso era precisamente lo que se había propuesto Hitler con su perversa eugenesia.

De la ciencia a la ficcion,
y viceversa
No todo lo que hacen los científicos es ciencia, más aún desde el momento que existe la ciencia ficción. Y es sabido que la ciencia ficción es como el vino: estimula en dosis moderadas, pero causa serias intoxicaciones cuando se la mezcla con la realidad.
Al igual que Wolfe, hubo muchos escritores de ciencia ficción que se inspiraron en Shannon, quien ya en 1952 aseguraba que cualquier información podía ser codificada en bits. Arthur Clarke imaginó en La ciudad y las estrellas (1956) que algún día las personalidades podrían llegar a ser almacenadas en una base de datos. Fred Pohl, en un artículo de 1964, imaginó cómo hacerlo: bastaba con alimentar la máquina con todas nuestras lecturas y experiencias para lograr “algo bastante parecido a uno”. No conforme con eso, Dick Frederiksen, un técnico de IBM, habló en 1971 de un trasplante de cuerpo que transfiriera toda nuestra personalidad a una máquina. Sería la prótesis total.

El Hombre de Lata
El Hombre de Lata es ese leñador de El mago de Oz al cual le han ido reemplazando partes del cuerpo por piezas metálicas, hasta que llega a convertirse en una suerte de robot. Esa fue precisamente la idea que se le ocurrió a Hans Moravec.  A ella le dedicó un libro, Hijos de la mente (1988) que Martin Gardner y el Washington Post calificaron como la obra más bizarra que jamás haya publicado la Universidad de Harvard.
Nacido en Austria en 1948, Moravec estuvo obsesionado por los robots desde la infancia, trabajó en el laboratorio de inteligencia artificial de Stanford, dirige el laboratorio de robótica de Carnegie Mellon y es una reconocida autoridad en el tema.
Moravec leyó a todos los autores de ciencia ficción, a Van Vogt, a Clarke y a Pohl, hasta que comenzó a considerar seriamente la idea del trasplante de cuerpo. Propuso no uno sino varios métodos para “descargar” (la palabra es download, como en Internet) la personalidad de uno en una computadora. A veces se pone como el Dr. Insólito, habla de transmigración y califica al proceso de “fantasía religiosa”, el sueño de ser un puro espíritu.
La idea es que la gente llegue a descargar toda su psique en un sistema informático, lo cual lo haría inmortal. Moravec imagina que uno debería someterse a un cirujano robot, quien fuera explorando todas las áreas de su cerebro y copiando la información en la máquina. A medida que la transferencia se va cumpliendo, las neuronas originales son destruidas, hasta el momento que el donante pega un último sacudón y muere sin más trámite. Al cabo de un necesario “reset”, empezará a ver el quirófano desde el lado opuesto: entonces habrá sido transferido a la máquina y será un software inmortal.
A las preguntas obvias sobre el sexo y demás actividades corporales, Moravec responde que en esas condiciones, el ciberespacio puede llegar a ser más interesante que el mundo físico y que uno podría pasarse eternidades navegando. Además, la evolución no se detendría porque nuestros descendientes podrían seguir compitiendo entre sí en una suerte de Mercado, como para conformar a Fukuyama.

¿Tenes un backup?
Moravec también imagina que se podrían instalar monitores permanentes en el cerebro que irían transmitiendo a una máquina todas nuestras experiencias diarias, como si fueran la voz de la conciencia o un auditordel Fondo Monetario. Esto permitiría hacer copias de back up de cada personalidad, para el caso de que el original se estropeara.
Por supuesto, la propuesta está expuesta a variadas objeciones. ¿Bastaría con duplicar la base de datos del cerebro? Faltaría el software cerebral, que no es nada sencillo de repetir. Además, si la madre naturaleza ha sabido crear un organismo que se repara a sí mismo, ¿para qué reemplazarlo por un programa que está expuesto a cualquier corte de luz? A pesar de la Ley de Moore, la transferencia no estaría al alcance de todos. ¿No llevaría esto a la exclusión de los “hombres biológicos”, condenados a servir a los otros, cuando no tentados de cortar la corriente?
En una entrevista que le hizo John Horgan en 1993, Moravec aseguraba que para el 2000 ya tendríamos robots domésticos, y en unos pocos años llegarían a ser tan inteligentes como el hombre, por ejemplo, para desempeñarse como gerentes o interventores de países poco serios.
El periodista Horgan, que no duda en calificar a estas especulaciones como “teología de la ciencia”, dice que Moravec le pareció un hombre “literalmente intoxicado por ciertas ideas”.
Hasta Robert Nozick, el filósofo de Harvard que hizo de la propiedad privada el valor supremo y dijo alguna vez que la desaparición del género humano no sería ninguna tragedia, encuentra que el programa de Moravec sería una suerte de suicidio, que privaría a la vida de todos sus atractivos.
Martin Gardner fue más expeditivo cuando recordó que esta clase de fantasías abundaban en la ciencia ficción, aunque en general “los escritores no se las toman en serio”. Al parecer, el rico presupuesto de algunas universidades no sólo permite tomarlas en serio sino hasta auspiciarlas.