Richard Blakemore, microbiólogo de la Universidad de Durham, publicó la primeras pruebas incuestionables de la interacción entre el campo geomagnético (o magnético) y el ser vivo. Al observar muestras de agua recogidas en sedimentos de Woods Hole, Blakemore advirtió que un gran número de bacterias nadaba hacia un extremo de la gota de agua situada sobre la platina del microscopio. Pensó, en un comienzo, que tal vez se tratara de una especie de fototaxia (orientación hacia la luz), pero luego comprobó que ocurría lo mismo sin estímulo luminoso; las bacterias seguían aglomerándose en el mismo extremo de la gota. Verificó, a continuación, que la respuesta observada se alteraba drásticamente en presencia de un campo magnético. Las observaciones de Blakemore mostraban que ciertas bacterias se orientaban en el campo magnético terrestre y nadaban paralelamente a las líneas de campo.
Los análisis de microscopía electrónica y otras técnicas demostraron que en el interior de esas células había cristales de magnetita, un mineral fuertemente magnético, muy común en la superficie terrestre. En diversas bacterias se ha puesto de manifiesto que los cristales de magnetita forman una cadena lineal que actúa como la aguja de una brújula. Cada cristal encontrado en el citoplasma se halla envuelto por una membrana biológica, prueba de que la magnetita forma parte de un orgánulo especializado: el magnetosoma.
La orientación magnética de las bacterias caracteriza un tipo de taxis en el que el campo magnético aparece como estímulo, por cuya razón se le denomina magnetotaxia y, magnetotácticos, los microorganismos que lo presentan. Las velocidades de emigración pueden ser bastante altas; las bacterias de 1 micra de diámetro llegan hasta las 200 micras por segundo.
La orientación magnética presentada por estos microorganismos admite una explicación sencilla. El material magnético hallado en el citoplasma produce un momento magnético resultante que interactúa con el campo externo, interacción que se desarrolla en el sentido de orientar la cadena de cristales en línea de campo a través de un par de fuerzas proporcional al momento magnético de la célula y al campo magnético. El desplazamiento observado se debe a la acción del flagelo, orgánulo de la motilidad de esos organismos.
Tenemos, pues, en resumen, que el microorganismo suspendido en un medio se comporta como una brújula microscópica natural y que la acción flagelar produce el desplazamiento observado.
Las bacterias magnetotácticas medran en lugares muy dispares y constituyen poblaciones importantes en los sedimentos acuosos de todo el mundo. Por su parte, la inclinación del campo magnético difiere con el lugar. Ambos, los microorganismos magnetotácticos del sur geomagnético y los del norte geomagnético, emigran hacia abajo, hacia la región de menor concentración de oxígeno molecular. Es probable que todos los microorganismos magnetotácticos sean anaeróbicos (vivan en un ambiente reductor) o microaeróbicos (en bajas con centraciones de oxígeno).
Para que la orientación se ordene siempre hacia abajo, la dirección del momento magnético, en relación con el flagelo, debe ser la contraria a la que manifiestan las bacterias del hemisferio norte y la del sur. Las bacterias del sur, las halladas en el hemisferio sur geomagnético, poseen momento magnético antiparalelo a la dirección del movimiento; dicho de otro modo, su vector momento magnético apunta hacia el terminal flagelar. Las bacterias del norte, por contra, presentan una orientación de momento magnético inverso. En la región del ecuador magnético se encontraron poblaciones de microorganismos magnetotácticos con un reparto equitativo de individuos sur e individuos norte.
Se han encontrado individuos magnetotácticos en bacterias del género Sipirllium, Coccus, Diplococcus, etc.
En algunas bacterias se han encontrado cristales que no contienen oxígeno, pero sí tienen hierro y azufre, por lo que se asemejan al mineral pirrotina (FeS). También se ha identificado otro sulfuro de hierro llamado greigita (Fe3S4). Para otros investigadores, se trata de una suma de dos cristales: greigita y pirita (FeS2).
Año tras año, llegado el otoño, las mariposas monarcas (Danaus plexippus) abandonan la región de cría, en el oriente de Estados Unidos y Canadá, y recorren 4000 km. hasta llegar a sus zonas de invernada en Méjico. Estas mariposas se sirven de una brújula solar para orientarse durante el viaje migratorio. Se basan en la hora del día y la posición del sol para mantener un ángulo de orientación y un rumbo al sur. Pero, pese a la falta de señales en el firmamento, las monarcas continúan orientándose correctamente, de donde se infiere que esas mariposas poseen también otro mecanismo de orientación, quizá una brújula geomagnética.
Las crías de tortuga boba (Caretta caretta), que nacen en las costas de Florida, se adentran en el mar, estableciendo en seguida el rumbo que las aleja de la costa. Después de penetrar en la corriente del Golfo, las jóvenes tortugas podrían nadar, Atlántico arriba, en dirección este, torcer con rumbo sur para rodear los Sargazos, y, por fin, en el regreso, hacia el oeste, hacia las playas de Florida. Quizás una de cada 100 (las que llegan a adulta) navegarán de vuelta, camino, frecuentemente de la misma playa donde nacieron, para esta blecer la nidificación. Estas tortugas son capaces, recién nacidas, de realizar viajes de unos 12.000 km. Viajan de noche y a gran profundidad, por lo que el Sol no les sirve de nada. Los fondos submarinos son demasiado profundos para servir de punto de referencia, y los sonidos y los olores sólo pueden ser útiles a corta o media distancia. Desde hace unos 10 años, los especialistas buscan la respuesta en el campo magnético terrestre. Dicho campo da una información fiable de día y de noche y casi no es modificado por las perturbaciones meteorológicas. Las tortugas marinas, por tanto, podrían utilizarlo para orientarse.
Al poco de penetrar en el océano, inferíamos, las crías comenzaban a fiar en una brújula magnética. La brújula continuaría operando después de que las tortuguitas perdieran de vista la costa, permitiéndoles persistir en su ruta uniforme hacia alta mar, hasta la corriente del Golfo.
Las tortugas marinas disponen, en potencia, además de información sobre la inclinación de la línea de campo magnético y de la intensidad de campo, de una fuente adicional de información magnética: la proporcionada por las bandas de máximos y mínimos magnéticos del suelo marino. Esas bandas se presentan en las zonas de expansión del fondo oceánico, áreas de alejamiento de placas. Cuando el material emergido se enfría, adquiere una magnetización paralela a la dirección del campo geomagnético. La polaridad del campo magnético de la Tierra se ha invertido a intervalos regulares durante la historia del planeta (al menos 23 veces sólo en los últimos 5 millones de años). Por tanto, las bandas de fondo oceánico formadas durante períodos de polaridad geomagnética opuesta están magnetizadas en direcciones opuestas. A medida que el suelo oceánico se expande, las placas se van distanciando mutuamente, proceso que con el tiempo produce una serie de bandas alternas a lo largo del fondo oceánico. La señal magnética de cada banda puede sumarse al campo geomagnético local, aumentando ligeramente el campo total (creando máximos magnéticos), o bien se opone al campo actual de la Tierra, reduciéndolo (lo que resulta en mínimos magnéticos). Podemos detectar tales bandas de intensidad magnética máxima y mínima en regiones muy extensas de océano abierto. Algunos investigadores han demostrado que las ballenas y los delfines quedan con frecuencia varados en playas donde los mínimos magnéticos intersecan la tierra, lo que da pie para suponer que los cetáceos siguen esas rutas en su migración. Dichas sendas podrían proporcionar información direccional a las tortugas migrantes.
La utilización del campo magnético por las aves para orientarse durante las migraciones, sospechada ya por los ornitólogos a principios del siglo XIX, es, desde hace unos 30 años, un hecho establecido. Esta brújula magnética podría ser la primera de que disponen las crías sin experiencia migratoria; las demás brújulas (solar, estelar, o basada en la polarización de la luz), se constituyen durante la experiencia de vuelo.
La idea de que los fotorreceptores podrían estar implicados en la percepción del campo magnético fue formulada por primera vez en 1977 por el físico inglés M. Leask, de la Universidad de Oxford, sobre bases teóricas. Según este autor, la rodopsina (principal fotopigmento de la retina) podría detectar el campo magnético gracias a un fenómeno físico de tipo "bombeo óptico". La absorción de fotones por la rodopsina haría pasar los electrones de estas moléculas a niveles exci- tados, algunos de los cuales están dotados de propieda- des magnéticas. Los millones de moléculas de rodopsina quedarían transformados en minúsculos imanes temporales capaces de alinearse siguiendo las líneas del campo magnético. Semejante mecanismo estaría asociado a los procesos de visión o, como sugieren algunos investigadores, podría dar origen incluso a una percepción visual del campo magnético terrestre.
Esta teoría es particularmente seductora porque numerosos estudios han puesto de manifiesto que las aves utilizan una brújula magnética de inclinación, basada en el ángulo que las líneas de campo forman con el horizonte. Dichas línea se inclinan hacia abajo en el hemisferio norte y hacia arriba en el hemisferio sur. Por ello, el ángulo varía entre cero grados en el ecuador geomagnético y noventa grados en los polos, lo cual permite a las aves orientarse con respecto al ecuador. Los fotopigmentos de la retina, que según Leaks, se orientan en la dirección del campo magnético, estarían implicados en la detección del ángulo de inclinación.
Pese al entusiasmo (o la prudencia) que suscitan estos estudios, la percepción del campo magnético por los fotopigmentos no da cuenta por sí sola del compor- tamiento de orientación del ave. El último estudio, que acaba de ser publicado por el equipo alemán y austra- liano, en colaboración con la universidad del estado de Nueva York, sugiere que en la orientación de migración de llamado pájaro de anteojos (Zosterops lateralis) in- tervienen también los cristales de magnetita. C. Walco- tt, J. L Gould y K. L. Kirschvink, de la universidad de Princeton, descubrieron en 1979 la presencia de crista- les de magnetita en el cráneo de la paloma, entre el hueso y la duramadre, y sugirieron que podían jugar un papel en la detección del campo magnético. Sem, en aquel entonces en la universidad de Francfort, y el propio Beason, identificaron estos cristales en la parte anterior del cráneo, encima del pico, de un ave migra- toria del nuevo mundo, el goglu (Dolichonix oryzivo- rus).
En 1987, y más tarde en 1990, estos autores demostraron que las ramas oftálmicas y supraorbitales del nervio craneano trigémino inervan esta región y responden a variaciones artificiales del campo magné- tico. No obstante, sólo se obtienen modificaciones de la actividad eléctrica del "sistema trigeminal" para varia- ciones de intensidad del campo magnético, y no para variaciones de dirección. Este sistema, en consecuen- cia, no estaría involucrado en el funcionamiento de la brújula magnética. Dado que la intensidad del campo varía con las zonas geográficas, podría ser que indicara la posición y permitiera que el ave estableciera un mapa magnético de navegación.
Los experimentos sugieren que, al menos para el pájaro de anteojos, los cristales de magnetita presentes en la cabeza, no sólo indican la posición del pájaro (mapa de navegación) sino que también juegan un pa- pel en la dirección a tomar (brújula). Una hipótesis seductora propuesta por los autores supone que ambos sistemas, uno dependiente de la luz y el otro de la magnetita, son dos componentes complementarios de un mismo sistema de orientación.
Según un grupo de investigadores, las palomas mensajeras sólo recurren a la brújula interna de magne- tita cuando carecen de otras pistas de navegación: cuan- do no hay ni sol, ni luna, ni estrellas.