“Turín, a fines de siglo XIX”, informa inmediatamente después de sus títulos I compagni, que se abre con una serie de fotografías y daguerrotipos de las primeras luchas obreras en la península. Y el film, favorecido por una estupenda fotografía en blanco y negro de Giuseppe Rotunno, se inscribe en esa realidad. Las primeras imágenes dan cuenta de la vida difícil del obrero italiano del ottocento: la pobreza extrema, el hambre, el frío. A las cinco y media de la mañana, todo un pueblo de las afueras de Torino se pone de pie y, para cuando el reloj marca las seis, cientos de hombres y mujeres están sumisamente ubicados frente al ruido infernal de las máquinas textiles. Durante las próximas catorce horas, no harán sino trabajar, con una pausa de apenas treinta minutos para comer un bocado de pan. “Estos caníbales tragan sin masticar”, se queja un operario del Norte de un pobre inmigrante siciliano, sin darse cuenta de que ni siquiera tiene un mendrugo para llevarse a la boca. La lucha de gli ultimi, del lumpenproletariado del Sur por encontrar un lugar bajo el sol del Norte ya había sido el tema central de Rocco y sus hermanos (1960), de Visconti, pero aquí se suma como un apunte tragicómico, para dar cuenta que esa lenta inmigración comenzó con la Revolución Industrial y desde entonces, hasta hoy, nunca cesó.
Un accidente que le cuesta la mano a un obrero (y que el film sugiere un hecho repetido) provoca la inmediata indignación y una asamblea espontánea, que no tiene conciencia de tal. Los más indignados –Martinetti, Domenico, la inmensa Cesarina, convertidos en una improvisada delegación gremial– quieren reducir la jornada ¡en una hora! y se dirigen a peticionar a los patrones, que consideran absurda la demanda y ni siquiera los escuchan. En un notable recurso de puesta en escena (Los compañeros es un film de una incesante inventiva visual), Monicelli deja a los obreros hablando solos. “¡Absurdo es que exploten a la gente!”, brama Martinetti (Bernard Blier), sin darse cuenta de que la oficina del padrone ya está vacía, que los han dejando gritando con las paredes.
Justo cuando el pueblo está por dividirse, entre aquellos que quieren levantarse ante tanta expoliación pero no saben cómo hacerlo y los que dudan antes de arriesgar lo poco que tienen, aparece el profesor Sinigaglia (Marcello Mastroianni). “¿Que paese é questo?”, pregunta al apearse del tren con el que viene escapando de los gendarmes de Génova. “¡Un paese di merda!”, le responde Domenico. Con infinita paciencia socialista, Sinigaglia va sugiriendo algunos caminos posibles para la insurrección: la mayoría son estrechos, precarios, peligrosos (empezando por una huelga por tiempo indeterminado), pero van dando una idea muy precisa de lo que fueron las primeras luchas por los derechos sociales en la Italia de la monarquía.
Que el film de Monicelli –quien poco después se metería con las Cruzadas en La armada Brancaleone (1966)– logre dar cuenta de esta épica sin ningún énfasis ni solemnidad, riéndose de todo y de todos (empezando por los propios obreros) y al mismo tiempo encontrando el calor humano en cada uno de sus personajes es el logro perenne de Los compañeros. Los hallazgos de guión y dirección son tantos que es difícil enumerarlos, pero cómo olvidar el momento de la votación, cuando todos deben poner sus nombres en una urna y se descubre que han ganado las cruces por mayoría, porque casi todos son analfabetos; o esa asamblea que escucha atónita un discurso ininteligible, de un obrero que habla en dialecto bergamasco, o el maestro que, insuflado de la retórica socialista, dirige a sus alumnos un discurso sobre la dignidad del hombre para descubrir que esos hombres y mujeres a quienes quiere sacar del analfabetismo están tan cansados que se quedan dormidos frente a sus palabras. De esos pequeños momentos está hecha la grandeza de I compagni.