Qué le sugiere la palabra muerte?
–¿La palabra muerte? Me sugiere... una gran esperanza. La esperanza de dejar de ser. Yo estoy seguro, como mi padre, de morir cuerpo y alma. A veces, me siento un poco desdichado –a todos nos pasa–; sobre todo un hombre que está solo, que está ciego, que tiene desde luego algunos preciosos amigos, pero no muchos, un hombre tímido como yo; a veces me siento triste. Peor me consuelo pensando: sí, es cuestión de esperar. Voy a morir y voy a cesar, y qué más puedo querer que eso, qué cosa más grata puede haber que la muerte, que se parece tanto al sueño que es quizá lo más grato de la vida. Es decir, yo descreo en la inmortalidad pero eso no es una fuente de tristeza para mí sino de felicidad: pensar que voy a cesar. Mi padre también estaba seguro de la mortalidad del alma. Él me dijo: “Es posible que cuando yo esté enfermo, para hacerle un gusto a tu madre –que era católica– llamaré a un sacerdote y diré algunas mentiras piadosas. Pero no me creas. Vos sabés que yo no creo en esas cosas. Precisamente porque no creo en la fe católica puedo decir que creo en ella; porque no la tomo en serio”. Sí. Pero otra vez mi padre me dijo (mi padre era profesor de psicología): “Es tan raro el mundo que todo es posible; hasta la Santísima Trinidad”. Como si hubiera dicho que todo es posible; hasta el unicornio, ¿no? Bueno, aquí estoy defraudándola a usted, seguramente.
¿A mí? Para nada. Al contrario.
–¿Puedo decir otra cosa? En el Antiguo Testamento se ve que los judíos no creían en la inmortalidad personal; creían en la inmortalidad de Israel pero no en la inmortalidad de cada individuo; ahora, hay un pasaje en el Libro de Job que parece afirmar lo contrario, pero esa debe ser una trampa que los traductores han hecho, o un error de los traductores. Si usted lee el Antiguo Testamento va a ver que en ninguna parte se afirma la inmortalidad personal; se afirma la inmortalidad de Israel pero no la inmortalidad de cada individuo, de modo que usted puede profesar la fe judía sinceramente y descreer de la inmortalidad del alma.
Yo no profeso la fe judía y descreo de la inmortalidad del alma, así que no me defrauda en lo más mínimo, Borges.
–Yo creo que todo el mundo descree. Yo creo que es una especie de ficción piadosa.
La palabra vida, Borges, ¿qué le sugiere?
–¿La palabra vida? Lo incluye todo. Creo que [Theodor] Fechner, un filósofo alemán, pensaba que todo tiene vida. Entonces esa vida, se ha dicho, estaría... bueno, podemos decir que estaría dormida en las piedras; luego en las plantas –podemos suponer que sueñan–; en los animales, también. Y en el hombre, que despierta más o menos. La vida está en todo. Creo que se han hecho experimentos últimamente sobre la sensibilidad de las plantas. En inglés hay una expresión: “A green hand”, una mano verde, que es una persona que tiene (es una metáfora, ¿no?), una persona que tiene buena mano para las plantas. Y dicen –esto lo sé, esto lo dice una correntina que tengo aquí a mi servicio–, ella dice que hay que querer a las plantas porque las plantas saben que uno las quiere; y los animales, desde luego, lo saben. Los animales tienen mucha sensibilidad. Yo tengo un gato aquí. Bueno, viene gente aquí que quiere a los animales. Cuando llegan, el gato viene corriendo. Mi hermana les tiene miedo a los gatos; cuando mi hermana viene, el gato se esconde en la cocina o en el balcón. Los animales tienen sensibilidad, indudablemente. La vida... yo creo que por desdichado que uno sea –y todos lo somos a veces– uno debe agradecer el hecho de vivir. Chesterton dijo: “A un hombre debe bastarle pensar que es un hombre, que está de pie, que está bajo las estrellas”. Si eso ya es una felicidad tan grande: el hecho de existir; ahora, ¿existir para siempre? Yo creo que sería bastante desdichado. Yo ya estoy cansado. Ya he vivido demasiado. Tengo setenta y nueve años y en cualquier momento cumplo ochenta y me doy cuenta de que ya he pasado mi límite. Voy a contarle una anécdota de mi madre. Mi madre llegó a los noventa y nueve años. Cuando cumplió noventa y cinco estaba horrorizada; me dijo a mí (era muy criolla): “Caramba, noventa y cinco: se me fue la mano”. Se sentía culpable.
Se suele decir que cuerpo y alma están disociados. De ahí suele concluirse la permanencia del alma después de la muerte física. ¿Qué piensa usted, Borges, de esta concepción?
–Yo no sé si están disociados. Si uno postula que están disociados, el alma puede ser inmortal, pero esa es una mera conjetura. Hay un libro de un psicólogo inglés, [Gustav] Spiller; en ese libro él dice: si una persona se rompe una pierna, si se rompe una costilla, si le dan un golpe en la cabeza, eso no produce ningún resultado benéfico. Por qué suponer que la muerte, que viene a ser un accidente total, va a mejorar esto. Por qué suponer que la muerte, en la que todo se accidente en uno, va a conseguir que el alma conozca otro reino, ¿no? Me parece que ese es un buen argumento. Lo otro está basado en una hipótesis: la idea de que el alma existe fuera del cuerpo. Ahora, [John] Milton por ejemplo, que era un teólogo, creía que el hombre necesitaba ambas cosas: el alma y el cuerpo. Él pertenecía a la secta de los mortalistas. Claro, ellos eran cristianos; creían que cuando un hombre muere el alma duerme hasta el día del Juicio Final; luego resucita y recibe un castigo eterno o un premio eterno; pero que mientras tanto no existe. Cuando se habla del Juicio Final se insiste en la resurrección de la carne; no se dice que las almas van a ser juzgadas; se dice que los cuerpos saldrán de sus sepulturas, que las almas los habilitarán y que todos serán juzgados. Desde luego, yo no creo en el Juicio Final tampoco.
De cualquier modo, las distintas concepciones del más allá pueden considerarse, al menos, como creaciones del hombre, como hechos estéticos...
–Yo creo que sí. Yo diría que el concepto de Dios es la máxima creación de la literatura fantástica. Es mucho más extraña la idea de Dios que la idea del Golem.
¿Cuál de estas concepciones le parece la más bella?
–Yo creo que la idea del budismo, la idea de la trasmigración, es linda. Al mismo tiempo, el budismo no cree que el alma exista. El budismo supone que todo hombre, a lo largo de su vida, crea un organismo que se llama karma, un organismo psíquico, y que ese organismo es heredado por otro hombre; pero no cree en la trasmigración del alma. Cree que cuando uno muere, uno deja ese karma, que es heredado por otra persona. Ahora, eso presupone una serie infinita –infinita hacia atrás también– de nacimientos. Porque si cada destino humano es una consecuencia del destino anterior –por ejemplo, si usted nace justo es porque ha merecido nacer justo; si usted nace ciego es porque ha merecido nacer ciego; si usted nace inteligente es porque ha merecido nacer inteligente; si nace, por ejemplo, dentro de cada una de las castas de la India, es porque usted ha merecido esa casta; si usted es desdichado, usted ha merecido la desdicha, bueno, eso presupone siempre una causa anterior–, si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior presupone otra, y esto sigue hasta el infinito. Es decir que cada uno de nosotros, según el budismo, ha vivido un número infinito de veces, y si no llega al Nirvana –ahí uno ya queda fuera de la rueda de la ley– uno vivirá un número infinito de veces también. Pero cuando yo digo infinito no quiero decir indefinido, quiero decir estrictamente infinito.
Estudié matemática, así que tengo por lo menos una idea de lo infinito.
–Y usted debe haber leído algo sobre la teoría de los conjuntos, de [George] Cantor.
Sí, claro.
–Bueno, ahí él habla de los números infinitos, y entre los números infinitos, el aleph. No se llega a él por progresión, es decir, si usted cuenta, uno, dos, tres, cuatro, y sigue infinitamente, no llega a esa cifra. Bueno, está bien.
Rainer Maria Rilke dijo: “Señor, concede a cada cual su propia muerte”. ¿Usted cree que hay una “muerte propia” que debe corresponderle a cada hombre?
–Creo que esa idea la tomó Rilke de Séneca. Séneca dice exactamente “morire sua morte”: morir su muerte. Eso significa que el estilo de la muerte es el estilo de la vida. Ahora, hay quien piensa que Rilke, al decir eso, pensaba en algo mucho menor. En alguna parte él dice que antes la gente nacía en su casa y moría en su casa, y que ahora la gente nace en un sanatorio y muere en un sanatorio. Yo, por ejemplo, he nacido en la casa de mi madre, en la calle Tucumán y Suipacha, y ella había nacido en esa casa. Hoy nadie nace en su casa, y nadie muere en su casa tampoco. Mi madre murió en su casa y mi padre también. Puede ser que Rilke se refiera a eso, simplemente, pero es más linda la idea de Séneca de que la muerte debe corresponder a la vida. Por ejemplo, yo leí un poema de Johannes Becher, poeta alemán que se hizo comunista después, sobre la muerte de Goethe. Él dice algo que yo no he visto confirmado en ninguna biografía de Goethe pero que es muy lindo. Él dice –supongo que lo inventó porque ningún otro biógrafo dice eso, y yo he leído varias biografías de Goethe–, dice que él se estaba muriendo y que escribía; escribía en el aire. Dice que él escribía, así, y que luego tachaba una línea y ponía otra... Ahora, eso sería exactamente la muerte de un escritor. El poema termina así: So starb ehr Scheibed, “y así murió escribiendo”. Mire, yo creo que es una invención de Becher, pero qué importa que sea una invención, ¿no?
Usted citó el caso de una muerte propia. ¿Conoce casos de muertes paradójicas, muertes cuyo estilo sea totalmente contrario al estilo de la vida?
–Yo he visto morir a cinco personas en mi vida. He visto morir a mis dos abuelas, he visto morir a mi padre, he visto morir a la hija natural de mi abuelo, y he visto matar a un hombre en la frontera del Brasil, de dos balazos. Sí, yo diría que hay muertes paradójicas. Pero recuerdo muertes propias también. Este caso muy extraño les ocurrió a dos hermanos; uno era Pedro Henríquez Ureña. Pedro Henríquez Ureña tenía una cátedra en la Universidad de La Plata y tenía que tomar el tren en Constitución. Y el tren salía y él corrió. Tomó el tren, se sentó, puso sus libros en la red. Estaba con él... ya no recuerdo el nombre del otro, un doctor. El otro siguió una conversación. Henríquez Ureña no le contestó: se había quedado muerto de un ataque al corazón. Se había quedado muerto mientras iba a dar una clase, él fue toda su vida profesor. Ahora, el hermano de él, Max Henríquez Ureña, autor de una Historia del Modernismo, tuvo una muerte muy parecida. Él tenía una cátedra en la Universidad de Las Piedras, en Puerto Rico. Había llegado tarde y se apresuró, y se quedó muerto de un ataque al corazón también. Los dos hermanos murieron cumpliendo su destino pedagógico. Son lindas muertes. Ahora, mi abuelo Borges, por razones políticas –no es el caso entrar en ellas– había resuelto morir. Entonces, después de la batalla de Isla Verde, cuando Mitre había capitulado ya, él dijo que no, que él creía que todavía podía intentarse una última carga, y lo siguieron como quince o veinte gauchos. Él se puso un poncho blanco, montó en un caballo moro... no, moro no, tordillo, avanzó hacia las trincheras enemigas, no al galope sino al trote y con los brazos cruzados, ofreciendo un blanco. Efectivamente, recibió dos balas de Remington y murió al día siguiente en un hospital de sangre. Fue una muerte propia. Él había sido soldado toda su vida. Inició su carrera militar como defensor de la plaza sitiada de Montevideo, a los quince años, y a los diecisiete años estuvo en la batalla de Caseros. Hizo toda la campaña del Paraguay, la campaña del Desierto, la campaña contra los montoneros de López Jordán, luego participó en esa revolución, ahí fueron derrotados y se hizo matar. De modo que ésa vendría a ser su muerte propia, la muerte de un soldado.
¿Cuál sería para usted su muerte propia?
–Bueno, lo que yo querría sería morir súbitamente. Porque yo he visto largas agonías: la agonía de mi madre, la agonía de mi padre, la agonía de mi abuela también, que estaban deseando la muerte. Puedo contarle una anécdota sobre mi abuela inglesa. Ella estaba muriéndose, y nos llamó a su pieza –era tres o cuatro días antes de su muerte– y nos dijo: “Lo que sucede aquí no tiene nada de particular; soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio; no hay ninguna razón para que estén alborotados todos ustedes”. I’m only an old woman; I’m dying very slowly; nothing interesting in all that. Nada interesante en esto. Después de todo, qué valiente; podía ver su muerte como si fuera de otra persona. En general, toda persona que se muere tiende a dramatizar su muerte. Por el contrario, ella dijo: “No, soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio; no hay nada interesante en esto”. Era una mujer muy valiente; era tan valiente como el marido de ella cuando se hizo matar en Isla Verde. Ahí está el retrato de ellos. Cuando estuve en Junín me mostraron una calle que lleva el nombre de él, y el árbol que él había plantado. Lo plantó en el año ‘71. En 1871.
Sartre dice que siempre se muere demasiado pronto o demasiado tarde. ¿Usted está de acuerdo con esta afirmación?
–Desde luego que yo creo que nunca se muere demasiado pronto; siempre se muere demasiado tarde. Sartre es una persona muy rara; Sartre dejó de escribir cuando se quedó ciego. Yo no entiendo eso. Al contrario, yo he pensado: ahora que estoy ciego, tengo que seguir trabajando, porque ¿qué justificación tiene mi vida si no trabajo? Yo sé que lo que escribo ahora –voy a cumplir ochenta años en agosto– tiene que ser forzosamente inferior a lo que escribía cuando era joven, pero sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer sino escribir? Y eso no lo hago por vanidad sino porque tengo que poblar mi tiempo de algún modo. Porque no siempre recibo visitas gratas como la de usted.
Gracias. Tal vez lo que pasa con Sartre es que, a través de su filosofía, hizo una valorización de la mirada. Otra cosa que le pasa, creo, es que no puede dictar: necesita, físicamente, el acto de escribir.
–Bueno, es que yo me refería sólo a escribir; lo que no se puede es corregir más. Henry James dejó de escribir y dictó, y eso influyó sobre su estilo; se hizo mucho más palabrero, menos conciso. Pero hay muchos escritores que han dictado. El primer escritor que no escribió directamente, sino que tenía discos y grababa, fue Mark Twain. Mark Twain estaba muy interesado en lo que era un invento nuevo, el fonógrafo; él tenía discos y le gustaba dictar a los discos. Se levantaba de noche, la familia lo oía hablar solo, y él estaba dictándole al disco. Recuerdo una frase de él: “Yo no pregunto de qué raza es un hombre, qué religión profesa, qué lugar ocupa en la escala social. Me basta con que sea un ser humano: peor que eso no puede ser”. Uno espera lo contrario, ¿no?
Usted una vez citó una frase de Mark Twain que a mí me fascinó por su crueldad. Decía que una biblioteca, por incompleta que fuera, ya se consideraría...
–No, no, la frase es mejor. Él dijo: “Podría iniciarse una buena biblioteca omitiendo los libros de Jane Austen. Aunque esa biblioteca no incluyera ningún otro libro sería mejor que muchas otras por no incluir a Jane Austen”. Una biblioteca ideal, pero sin libros, ¿no? No tiene libros pero falta Jane Austen, ya hay esa ventaja, ¿no? Sí, lo que pasa con esas frases... Yo recuerdo una frase; si es muy ingeniosa, no me importa que sea justa o no. Ahí, por ejemplo, usted podría cambiar el nombre de Jane Austen por cualquier otro y la frase no perdería nada. Porque lo deslumbrante es el mecanismo. La idea de una biblioteca ideal, que no constara de ningún libro pero que tuviera la ventaja de omitir a Jane Austen. Yo creo que la gracia es ésa. Si usted, en lugar de poner a Jane Austen, pusiera, bueno, a cualquier persona, por no incluir obras de, no sé, de Angel Battistesa, por ejemplo, sería lo mismo. No, no digo esto contra Battistesa. Si no incluyera las obras de Borges, digamos, ya sería una buena biblioteca.
Plotino se negaba a que le hicieran retratos porque no quería que a su muerte le sobreviviera su imagen...
–No, no, la idea de Plotino era ésta. Plotino creía en los arquetipos platónicos. Es decir, él creía que había un hombre ideal, o quizá un Plotino ideal. Él era una copia, y por lo tanto, cualquier retrato sería una copia de una copia; una sombra de una sombra. No, él dijo: yo soy una sombra, lo único real es mi arquetipo, que puede ser el arquetipo del hombre, pero si yo soy una sombra y se hace un retrato mío, el retrato va a ser la sombra de una sombra. Sí, porque querían hacer un busto de él, entonces, el escultor fue a la clase de él, hizo unos croquis, unos dibujos, y después hizo el busto. Pero Plotino no quería. Si ya soy una sombra, decía, mi retrato será la sombra de una sombra.
Borges, ¿eso tiene alguna vinculación con su propia aversión a los espejos?
–En realidad, eso proviene de mi infancia, cuando yo no sabía que existiera Plotino; yo no tenía idea de filósofos de ninguna especie. No, yo sentía temor de los espejos, pero el temor mío era distinto. El temor que yo tenía, y que no confié a nadie por mi fase tímida, mi temor era que el espejo empezara a vivir de un modo distinto; por ejemplo, que mi imagen en el espejo hiciera cosas que yo no hacía. Ese es el temor que yo tenía. En mi pieza había un enorme mueble hamburgués, con tres espejos; de modo que yo veía triplicado. Además, la cama era de caoba. Si yo hubiera dicho a mis padres que apagaran la luz de la pieza vecina... Pero no me animé a decirlo nunca. Vivía siempre con ese temor. Yo, antes de dormir –la pieza no estaba a oscuras–, abría los ojos, me miraba en los espejos, me daba cuenta de que nada se movía, y entonces, al final, me quedaba dormido. Tuve muchas pesadillas con espejos, pero hubiera podido corregir todo eso pidiéndole a mi familia que apagara la luz del hall que estaba al lado.
Disculpe, Borges, voy a dar vuelta la cinta.
–Está bien. ¿Quién más interviene en este libro?
El profesor Croatto, profesor de religiones comparadas; el doctor Gazzano, psiquiatra, que dirigió el Centro de Asistencia al Suicida...
–¿Qué hacen allí? ¿Ayudan a la gente a matarse? Qué otra asistencia se le puede dar a un suicida, ¿no? Bueno, supongo que debe de ser todo lo contrario.
Me parece que sí.
–Qué cosa rara que los católicos condenen el suicidio cuando el propio Jesucristo fue un suicida. Una religión que tiene a la cabeza un suicida –y ese suicida, además, es Dios– y que condene el suicidio. Porque se entiende que el sacrificio de Jesús fue voluntario, es decir, fue un suicidio. Es muy raro, los católicos condenan el suicidio y yo no logro explicarme por qué. Pero, bueno, les digo: si Jesús se suicidó según ustedes...
¿Y en ninguna parte está explicada esa contradicción?
–No, no creo. Es decir: la versión que ellos tienen es ésta: según ellos, Jesús era Dios, la segunda persona de la Trinidad, y hombre. Y fue la parte humana la que se resistió. Por eso Cristo pudo decir (anoche estuve hablando de esto con un amigo mío): “Dios, ¿por qué me has abandonado?”; pero ésa era la parte humana de Él. Esa es la interpretación que se da, pero no es muy satisfactoria. Ahí, lo que uno piensa es que más bien Él pensaba que Dios iba a salvarlo; cuando se vio condenado, cuando vio que Dios no lo había salvado, se sintió traicionado por Dios. O creo que ése es el pensamiento correcto, porque la teoría me parece falsa. Si Él había venido para ser crucificado, si Él se había hecho hombre, si Él había condescendido a la carne, para ser crucificado, ¿por qué protestó cuando se cumplió ese destino para el cual Él había nacido, según los teólogos? Todo esto que yo le digo, si usted quiere publicarlo, publíquelo. Seguro que va a ser distinto que lo que dicen los otros, pero es mejor eso. Si todos decimos lo mismo no tiene sentido.
Usted ha dicho muchas veces que quería el olvido. ¿No cree que hay una contradicción entre este deseo y el ejercicio de la literatura? ¿No implica la literatura la voluntad de quedar, y con la imagen más fiel que pueda ser posible?
–Sí, pero yo querría que se olvidara mi biografía, y mi nombre, y que se recordara algún cuento o algún verso mío. Yo querría sobrevivir en mi obra, pero no, digamos, como sujeto de un artículo en una enciclopedia. Por ejemplo, yo he escrito milongas, y la ambición mía era que las milongas fueran conocidas y no se descubriera el nombre del autor. Pero no he llegado a eso. No, no, yo creo que, cuando uno escribe, uno tiene la esperanza de que la obra sobreviva. Pero si puede sobrevivir anónimamente, mejor; si puede ser parte del lenguaje o de la tradición, mejor.
Virgilio quiso quemar La Eneida, pero no llegó a hacerlo. Kafka encomendó la desaparición de su obra nada menos que a su amigo Max Brod. ¿No cree que en el fondo ningún artista, y ningún ser humano, quiere desaparecer, no dejar rastros?
–Yo creo que, en el caso de Virgilio, lo que él quería dejar claro era que él no consideraba que La Eneida fuera perfecta; no la había concluido; el libro quedó inconcluso. Lo que él quería decir era: yo no asumo la responsabilidad de esa obra. Y Kafka también. Pero al mismo tiempo ellos sabían que los amigos iban a desobedecerlos, porque, si no, la hubieran quemado ellos, es evidente. Bueno, hay otro caos que sí puede ser más serio. Es el de la gran escritora norteamericana Emily Dickinson. Emily Dickinson dijo: “No creo que la publicidad sea parte del destino de un escritor”. Y no quiso publicar nada. Cuando ella murió, en sus cajones encontraron centenares o miles de versos, y los publicaron. Pero ella no había querido publicarlos. Al mismo tiempo tampoco los destruyó. Pero no dijo nada. Ella murió, la gente encontró su obra; la gente sabía que ella escribía versos –creo que en vida de ella se publicaron dos de sus poemas y nada más, y ahora no sé si han publicado todos, muchos no tienen valor, pero los que yo recuerdo de ella son versos lindísimos–. Parting is all we know of Heaven, and all we need of Hell: La despedida es todo lo que sabemos del Cielo, y todo lo que precisamos del Infierno. Lindísimo. Además, una despedida es las dos cosas. Quizás, el momento de la despedida es el momento más intenso en la relación entre dos personas. Cuando uno se despide de alguien, uno está más con esa persona que si uno la ve vulgarmente. Al mismo tiempo, uno sabe que ésa es la última vez. Quiero decir que en la despedida se dan a la vez (supongo que es eso lo que ella quiso decir), se dan a la vez la máxima presencia y la máxima ausencia, ¿no? Parting is all... usted sabe inglés, ¿no? Bueno, Parting is all we know of Heaven, and all we need of Hell. Qué lindo pensar que uno precisa del infierno, qué idea rara, ¿no? Era amiga de [Ralph] Emerson, se carteaba con él. Yo estuve en la casa de ella, en Nueva Inglaterra, un pueblo como otros pueblos de Nueva Inglaterra, un poco perdidos. Ella vivió allí toda su vida. Creo que estuvo a punto de casarse y no lo hizo. Y las cartas de ella son muy lindas también. Los poemas no sé si pueden sobrevivir en la traducción, porque ella cuidaba mucho la forma.
La poesía inglesa en general, ¿no?, no sé si puede sobrevivir en la traducción.
–Además hay otra cosa. Las palabras inglesas son muy breves. Me dijo [Manuel] Mujica Lainez que él realmente precisaba dos sonetos para cada soneto de Shakespeare. Además, el inglés es un idioma muy físico. Luego, el inglés tiene la posibilidad de verbos con preposiciones que no existen en español. Yo estaba releyendo la balada del Oriente y el Occidente, de [Rudyard] Kipling, y encontré esta línea (es un militar inglés que persigue a un cuatrero, un ladrón de caballos en Gwana; él lo persigue, hay un episodio muy lindo, y cabalgan toda la noche, y Kipling dice): They have riden the lob moon out of the sky. En español usted no puede decir eso. Cabalgar hasta que la luna queda fuera del cielo. Suena muy pesado.
¿Cuál considera la más oprobiosa de las muertes que conoce? ¿Y cuál la más noble?
–La más oprobiosa es una larga agonía. Y la más noble es una muerte brusca, ¿no?
En su literatura, los personajes muchas veces se reivindican por una muerte violenta.
–Sí, yo me he ocupado mucho de la muerte. Y estoy pensando escribir un libro contando muertes y agonías distintas. Ultimas palabras distintas, también. Me contaron la muerte de un gramático francés. ¿Quién era? Bueno, no recuerdo el nombre en este momento. Él murió en su ley; él era gramático y dijo algo así como: Je meurs, on peut dire aussi: je me meurs. Murió en su ley, ¿no? murió siendo un gramático. Eso también es una muerte propia. “Yo muero puede decirse también: yo me muero”. Dicen que [François] Rabelais dijo: “Voy hacia el gran tal vez”. Le grand peutêtre.
¿Cómo fue modificándose su concepción de la vida y de la muerte a través de las distintas etapas de su vida?
–Cuando yo era joven tendía a la tristeza, a dramatizarme; quería ser Hamlet o Raskolnikoff, y ahora ya no.
Hay una muerte de la que no se habla nunca: la muerte hacia atrás. ¿Qué le produce mayor nostalgia: saber que no estará en el futuro o saber que ha estado muerto para el pasado?
–Bueno, usted está citando el poema De Rerum Natura, de Lucrecio.
Eso sí que no lo sabía.
–Bueno. Lucrecio dice: la gente piensa “voy a morir, el mundo sigue, los hombres siguen, qué horror”, pero no piensa: “qué horror, yo estaba muerto durante el sitio de Troya”. Él dice eso; si a nadie le duele no haber estado presente en el sitio de Troya qué importa que no esté presente en las próximas guerras. Eso está en el poema de Lucrecio. Porque Lucrecio no creía en la inmortalidad, y decía: quienes se quejan de morir cuerpo y alma deben quejarse también de no haber vivido en el pasado. Salvo si se cree en la trasmigración. Entonces sí se puede haber estado en Troya. Usted y yo, en realidad, nos llamamos Aquiles y Héctor. Pero qué raro que usted haya tenido esa idea. Mire que yo he leído bastante y he encontrado esa idea únicamente en el poema De Rerum Natura, de Lucrecio. ¡Yo lo saludo, Lucrecio!
Gracias. No sé si quiere agregar otra cosa, Borges.
–No, no, yo creo que he sido demasiado charlatán. Recuerdo que un sobrino mío (yo daba muchas conferencias, tenía que hacerlo) un día me dijo: “Estás hecho un gallego insoportable”. Me convertí en un gallego insoportable hablando y hablando. Yo tengo que disculparme por el exceso de conferencias.