No es que uno piense mucho en estas cosas, pero a veces parece que en China se inventó todo. El papel, la tinta, el barrilete, el peaje, los canales navegables, las murallas, la pólvora –y los cañones, que eso que la usaban sólo para petardos es una tontera–, la burocracia profesional y los rangos militares. Mirar la historia de los chinos es repensar unas cuantas cosas que creemos de este lado, aunque sea por la escala: todo eso lo inventaron hace tres o cuatro mil años. Y ahora, para terminar de ponernos en nuestro lugar, aparece un capitán retirado de submarinos de la Armada Real demostrando que los chinos descubrieron el mundo: descubrieron el cabo de Buena Esperanza, mapearon Africa, encontraron Australia, recorrieron la Antártida y el Polo Norte. Y por supuesto, descubrieron América. Todo esto lo hicieron setenta años antes que Colón, un gaijin que les robó el crédito, y con una flota tan formidable que hasta la Primera Guerra Mundial no se vio cosa semejante.
Esta historia desesperante está relatada en un libro gordo, desprolijo y apasionado, 1421, escrito por el capitán de navío (RE) Gavin Menzies, un hombre que todavía no se repone del shock. Menzies subtituló su obra “El año en que China descubrió el mundo”, ganó sus buenos duros, logró juntarles las cabezas a eruditos al principio escépticos y arrancó un proyecto global para terminar de encontrar los rastros de la inmensa expedición china. Lo que llevó al buen capitán a concentrarse en esto fue, además de tener tiempo libre, una intriga que le venía de sus tiempos de cadete naval: si el mundo se comenzó a descubrir a partir de la década de 1480, cuando los portugueses dieron la vuelta al Cabo y llegaron al Indico, ¿cómo es que aparecían islas en lo que después se llamó Caribe en mapas de 1440 y 1450? Menzies empezó a estudiar el tema y se topó con que era peor de lo que le habían mostrado en su juventud. Había más mapas, mapas que mostraban la Antártida, mapas que mostraban prácticamente toda la costa de Africa, mapas que mostraban la Australia que supuestamente descubrió Cook a fines del 1700, y hasta un mapa alucinante que mostraba la costa norte de Rusia completa, lugar teóricamente mapeado por orden del zar cuatro siglos después de la fecha del mapa renacentista.
El capitán de submarinos empezó a leer y leer, encontrando rarezas en los diarios de navegantes –Colón escribiendo que las Antillas estaban “donde decía mi carta náutica”– y polémicas eruditas que criticaban las descripciones de islas o los tiempos de navegación medievales. La llave del asunto vino por dos razones inesperadas. La primera es que Menzies sabe navegar, algo que muy pocos cartógrafos e historiadores saben hacer. La segunda es que el buen hombre, que ya tiene sus años, nació y se crió en China.
Sería largo contar cómo llegó Menzies al emperador Zhu Di y a sus almirantes eunucos, un rompecabezas que le tomó quince años armar. La cosa es que pudo establecer sin duda alguna que el 8 de marzo de 1421 zarpó de China la más formidable flota jamás creada por el hombre, con más de 300 navíos protegidos por decenas de sampanes de guerra de 200 metros de largo y cinco mástiles, cientos de tripulantes, decenas de concubinas para los oficiales que no fueran eunucos, un batallón de prostitutas que atendían a los marineros –y a las gallinas–, cultivos flotantes de brotes de bambú y nutrias amaestradas para pescar en alta mar. La flota al mando del gran almirante Zheng He tenía una orden global: llevar a todas las naciones del mundo el mandato del Celeste Imperio y ordenarles rendir tributo a Pekín. Sólo quedaba afuera la brutal Europa, destino de una futura segunda flota, seguramente mejor armada.
Al partir, la flota se dividió en cinco escuadrones. El más chico, al mando de Zheng He, se quedó en el Indico, comerciando con los socios hindúes que llevaban seis siglos comprando porcelanas y vendiendo algodones, y llevando de vuelta a sus hogares a los príncipes y dignatarios que habían visitado la flamante Ciudad Prohibida para su fiesta de inauguración. Los enviados a China volvieron tan cargados de regalos que medio siglo después los portugueses todavía se encontraron con reyes mozambicanos y emperadores etíopes que tomaban té en finísimas porcelanas de arroz, mejores que las que se usaban en Lisboa.
Las otras flotas se repartieron el mundo. Con una curiosidad obsesiva, dieron la vuelta al Cabo de Buena Esperanza y mapearon la costa Atlántica de Africa, siguiendo vientos y mareas ya que los grandes sampanes no navegan bien sino con viento de atrás. Descubiertas las islas de Cabo Verde, una flota recorrió la costa americana del Orinoco a las Malvinas, bajó a lo que hoy es la Antártida argentina y volvió a China por el peor lugar, el brutal infierno de la latitud 40, un páramo en el que no hay nada hasta que llegás a Australia, que también descubrió.
Otra flota, mientras, cruzó al norte, recorrió el Caribe, subió por la costa norteamericana, dio la vuelta a Groenlandia –algo imposible de hacer hoy en día, por el hielo–, pasó por Islandia y, como para ver qué había, volvió a China por el norte de Rusia, creando el primer mapa de Siberia y el Artico. Las otras dos flotas se despidieron de sus colegas en la Patagonia y pasaron al Pacífico. Entre las dos fueron de Tierra del Fuego a Sea- ttle, cruzaron el inmenso océano, descubrieron Nueva Zelandia y el lado este de Australia y terminaron de mapear las Filipinas y ese dédalo que es Indonesia, camino a Nankín.
Los chinos no encontraron tantas cosas interesantes en el mundo. Sacaron cobre en Brasil y Estados Unidos, cazaron hasta cansarse en la Patagonia y clasificaron árboles de madera dura en el Caribe. Ya que estaban, se dedicaron a una pasión añeja que tenían y tienen, la de traer y llevar cultivos, lo que explica que en China se come maíz desde tres siglos antes de que los europeos lo llevaran al Asia y que en las Américas haya arroz salvaje y cocoteros, que son nativos de Indonesia. Pero lo que realmente les interesó a los súbditos del Hijo del Cielo fue México: ahí se encontraron a los aztecas. Según parece, no sólo comerciaron sino que se instalaron por el norte, en lo que hoy es California, donde los españoles se encontraron un siglo después con gente que plantaba arroz, hablaba un dialecto chino y comía con palitos. El mundo, encontró Menzies, está inseminado de naufragios chinos en lugares inexplicables –Nantucket, la gran barrera australiana– que tienen casi cuatro siglos, por no hablar de técnicas mexicanas de esmaltado indistinguibles de las de China.
¿Por qué esta historia no era conocida? Primero, porque las flotas no fueron a Europa, con lo que Colón y su gente se quedaron con los títulos de descubridores. Segundo, porque los chinos ya habían inventado también el totalitarismo, y cuando lo que quedaba de las flotas fue volviendo a casa a partir de 1423 se encontraron con que Zhu Di había muerto, su sucesor era un xenófobo, los mandarines habían dado un golpe palaciego y se acababa de firmar un decreto imperial que prohibía navegar, explorar y hablar siquiera del mundo. China, decía la seda roja que abarca al orbe, es el centro del mundo y no tiene que ir a ninguna parte, ya que el mundo debe ir a ella. El almirante Zheng He se encontró transformado en un paria político al que le dieron un título de honor y una buena casa con vista al puerto para que viera pudrirse su flota. Para mayor humillación, los archivos y mapas de su expedición fueron quemados, como herejías.
¿Y los mapas de Colón? Antes de su exilio interno, a Zheng se le permitió un último viaje a Calicut, donde dejó toneladas de mercaderías ya encargadas y a un viejo amigo con algunos mapas parciales de pavorosa exactitud. El amigo se llamaba Niccoló da Conti, era un veneciano andariego que volvió a Europa y les fue vendiendo mapas a geógrafos de medio continente. Cristóbal, como Magallanes, Elcano y tantos otros, compraron copias y las llevaron en sus barquitos descubridores.