Un trío de afroamericanos con Leroy Jenkins en violín, Sirone en contrabajo y Jerome Cooper en batería, doblándose cuando la ocasión lo requiere en instrumentos tan disímiles como piano, cello, viola, balafón y demás.
Criados en parte en las innovaciones de la AACM de Chicago, decidieron recalar en Nueva York a comienzos de los '70 y se las ingeniaron para grabar un disco -Vietnam, 1972- en el mítico sello ESP. Persiste como antecedente la participación de Leroy Jenkins en la legendaria Creative Construction Company junto a Anthony Braxton y Wadada Leo Smith. Un desembarco temprano en Europa que convertiría a la CCC en la contracara sin suerte del éxito rotundo que supo cosechar el Art Ensemble of Chicago en tierras parisinas.
Tampocó la suerte acompañó al Revolutionary Ensamble. Cuentan sus integrantes que la determinación a vivir en forma excluyente de la música del grupo los llevó más de una vez al borde de la inanición. Como legado aún secreto dejaron una media docena de discos de los cuales The People's Republic (1975), aparecido en una subsidiaria del sello A&M, sea quizás el más conocido.
Basta una anécdota para entender por qué la época les fue tan esquiva. Una cena en casa de Herb Alpert (el famoso trompetista de la Tijuana Brass y dueño de la subsidiaria en cuestión) con un invitado de lujo: el por entonces hiperexitoso compositor, arreglador y productor Quincy Jones. De una serie de vinilos en los que Alpert estaba revolviendo, Jones detecta la tapa de The People's Republic y pregunta qué es eso. Ansioso por impresionar a su ilustre huésped Alpert replica: "¿quieres escucharlo?" Fue ponerlo y a Jones se le desdibujó el rostro. Acto seguido la emprendió contra el grupo, que eso no era música y que esa clase de gente debería desaparecer de todas las grabadoras (mainstream).
Afortunadamente para Quincy, el mundo le hizo caso. Después de todo, ¿A quién puede importarle tres negros con pretensiones revolucionarias en el ámbito musical y también en el ideológico que, para colmo de males, propiciaban una experiencia colectiva en el terreno más bien individualista de la escena de los lofts neoyorquinos de la década del '70?
A nosotros. Y por razones fáciles de dilucidar. En términos de improvisación colectiva, jamás escuché ni vi nada que sonara tan natural, tan poco esforzado, como este trío. Se compenetran a la perfección, saben oírse con atención casi desmesurada, no existe el menor atisbo de egocentrismo en sus performances -ese mal tan extendido en la escena improvisada- y se nota con facilidad que acumulan miles de horas de práctica y experiencia compartida.
Su sonido es radical sin resultar elusivo. Se apoya en dos puntales básicos: la introducción del violín de Jenkins -una jugada harto riesgosa en una tradición dominada por los vientos- y la asombrosa ductilidad de Sirone para tocar el contrabajo con arco durante largos períodos. Un jazz de cámara donde las variables microtonales del violín contrastan con las florituras clásicas y hasta melódicas del bajo. Por su parte, la batería de Cooper recorre sin dificultades toda la escala de posibilidades expresivas.
Quizás el rasgo más revolucionario de este ensamble revolucionario sea su obsesión pionera por el espacio. Una cualidad que hoy reinvindica cierta improvisación denominada reduccionista a fuerza de perder esa furia sagrada que caracterizaba a los Albert Ayler, los John Coltrane y los Cecil Taylor de este (o de otro) mundo.
No es el caso del Revolutionary Ensemble, cuyas disonancias controladas, sus exquisitas texturas y esa dimensión colectiva que los convierte en mucho más que la suma de tres voluntades deberían servir de lección al marco amplio de la música improvisada actual. Lección que parece mejor estudiada por bandas americanas como Flying Luttenbachers o algunos momentos de Wolf Eyes y Black Dice que por las secas proposiciones intelectuales que acumula mucho del experimentalismo europeo de nuestros días.