Hace tiempo estuve en un panel donde un biólogo explicó científicamente algo que todos saben: la percepción del tiempo cambia con la edad. A medida que uno va envejeciendo, las horas corren más rápido y tres minutos parecen cinco, al revés que en la infancia, cuando un mes parece una eternidad.
Será por eso que hoy me parece mentira que ya hayan pasado veinte años de la muerte de Philip K. Dick. Aunque digan que veinte años no es nada, esos son los años en los cuales aprendí a conocerlo y respetarlo.
Recuerdo que me enteré que Dick había muerto por un llamado de Marcial Souto, que estaba bastante afligido. Me parece que era un sábado y yo estaba por sentarme a almorzar, pero la noticia no me impresionó demasiado.
Por entonces yo solo conocía el Dick temprano, el de los primeros cuentos, y sus novelas me habían parecido demasiado "locas" como para avanzar en ellas. Para quien se había formado con los modelos del estilo Campbell, el surrealismo, el grotesco y la mezcla de géneros que hacían inconfundible a Dick no parecían demasiado aceptables.
Con el tiempo, comencé a leerlo casi con desgano. Algunos amigos me alentaron para que estudiara más a fondo esa obra tan extraña, pero durante un tiempo seguí resistiéndome. Por fin, empecé a bosquejar algo, aunque pronto otros compromisos hicieron que abandonara el tema durante más de un año.
Cuando por fin llegaron a mis manos los tres tomos de sus conversaciones con Rickman, algún área sensible de mi cerebro se debe haber activado, porque ese fue el momento en que me decidí a zambullirme en las novelas de Dick.
Leí buena parte de su obra (leerla toda llevaría quizás más tiempo del que le costó a él escribirla) y fui cayendo fascinado con sus desvaríos, tan persuasivos como invasivos. El resultado fue ese libro que hace tiempo le dediqué.
Gracias a que algún crítico tuvo la ocurrencia de incorporar El hombre en el castillo en el canon oficial de la literatura, a Dick le perdonaron que hubiera escrito ciencia ficción. Fue uno de los pocos escritores del género que merecieron los honores académicos, quizás por su perfil marginal, que encajaba en algún estereotipo de escritor maldito.
Hoy sus seguidores convocan a congresos, otorgan premios y lo homenajean en todas las formas posibles, gracias a la difusa fama de maestro espiritual que le han atribuido. No en vano Dick fue uno de los grandes exponentes de esa esotérica cultura californiana que iba a confluir en el negocio de la New Age. Aunque a él, que creía en todas sus fantasías, nunca se le hubiera ocurrido engañar a nadie.
Dos décadas más tarde, seguramente se lo lee mucho más que en la época en que aparecieron sus desprolijas novelas, exigido por la necesidad. Lo cual no es poco, porque comienza a perfilarse como un clásico durable y de algún modo ha venido a ocupar el sitio que tuvo Kafka para las generaciones anteriores.
Por otra parte, gracias a la posmodernidad el mundo se ha ido volviendo cada vez más loco y dickiano hasta parecerse cada día más a sus libros. Es como si el más loco de los escritores del género hubiera sido capaz de predecir un futuro que otros temíamos y no nos atrevíamos a ver.
El poder de las transnacionales y la exclusión social; el triunfo de la ignorancia, la grosería y la superchería; las vidas virtuales que muchos viven gracias a la droga o la electrónica; la corrupción como estilo de vida y la crisis de todas las certezas. Todo eso aparecía en Dick desde su primera novela, escrita en 1950: Lotería solar, que en algo se parecía a la lotería babilónica de Borges.
A esta altura de las cosas comienzo a creer que Bin Laden y la caída de las Torres deben estar en alguna novela de Dick y que George W. parece la caricatura de ese Nixon que Dick aborrecía. Sólo a un demente genial como él hubiera podido imaginar la Argentina de hoy: el Granero del Mundo mendigando comida, tras ser arrasado por ese avatar de la degradación entrópica que se encarnó en Carlos Menem. ¡Dios, por favor, haz que esto no sea más que un mundo paralelo soñado por Dick!
Axxón 112 - Marzo de 2002