March 16, 2007

Alberto Laiseca: "Con el humor se envuelve lo insoportable"

(Página/12) Los Sorias podría ser, por el título, una saga familiar española, pero es una epopeya de más de 1300 páginas que se desarrolla durante el reinado mundial de tres dictaduras: Soria, Unión Soviética y Tecnocracia. Este libro, un monumento a la excentricidad del último escritor excéntrico de la literatura argentina, pronto se transformó en un mito de circulación clandestina: muchos hablaban de la novela, pero pocos la habían leído. Alberto Laiseca tardó diez años en escribirla -la terminó en febrero de 1982-, más de 16 en publicarla (una primera edición de apenas 350 ejemplares, en 1998) y hasta se tomó el trabajito de medirla: tiene 30.000 palabras más que el Ulises de Joyce. Según Ricardo Piglia, "es la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos". Pero el embrión de la historia empezó cuando el escritor tenía nueve años. "Estaba muy solito y la única defensa que tenía, en un ambiente injusto, era la imaginación: creaba seres poderosos que hacían todo lo que querían, que era todo lo contrario de mi vida personal. Con mi pandilla, allá en Camilo Aldao, fue la única vez que tuve una tecnocracia física y verdadera. Tenía seis chicos bajo mi mando despótico. Es la única victoria que tuve", dice Laiseca en la entrevista con Página/12, y sus carcajadas guturales resuenan en el austero y pequeño departamento en el que vive, en Caballito, con dos gatas -madre e hija- y dos perros. "Les decía que yo tenía una cueva secreta instalada en algún lugar, llena de soldados. Y ellos se lo creían, hasta me lo creía yo."

La historia de Los Sorias (que acaba de publicarse por Gárgola Ediciones, en una tirada de 1500 ejemplares, que incluye un mapa, dibujos y pentagramas) arranca en una pensión: Personaje Iseka abre los ojos y se enfrenta con sus compañeros de pensión: Juan Carlos y Luis Soria, que no lo dejan vivir en paz y le preguntan para qué escribe y por qué. "Los Sorias aniquilan al enemigo por saturación", piensa Iseka, que vive justo en el límite de la ciudad compartida entre sorias y tecnócratas, y decide cruzar la frontera e instalarse en Monitoria, ciudad capital de Tecnocracia, donde gobierna Monitor, un dictador que se cree dueño de la verdad, un iluminado que odia la música dodecafónica y la pintura abstracta —porque son artes sin trascendencia—, y que está empecinado en hacer campañas contra los contrabandistas de fósforos a pilas. Por aquellos días, el mundo estaba dividido políticamente en tres grandes "potencias" —Soria, Tecnocracia y la Unión Soviética— y varios países satélites: Chanchín del norte, Chanchín del sur, Califato de Córdoba, Protelia, Protonia Oriental, Musaraña y Baskonia, entre otros. Novela llena de absurdos y de delirios laisequeanos, en Soria todos se apellidan Soria; en Tecnocracia, todos se apellidan Iseka, y para Monitor, los vagabundos y linyeras son como animales mágicos.

—Joyce decía que con el Ulises les había dejado trabajo a los críticos para 300 años. ¿Algo similar sucederá con Los Sorias?

—Ojalá (risas). Pero me toca vivir en un mundo un poco más extraño que el de Joyce. Cuando era adolescente, las divisiones políticas eran muy grandes, nos agarrábamos a bollos derechas, izquierdas, centros, liberalismos y conservadurismos. En lo que todos coincidíamos era en que había que leer. Ahora, en cambio, cada vez se lee menos y hay que luchar para que la obra quede. Es una guerra total contra la pérdida del tiempo de los chicos, que en vez de leer libros juegan con los jueguitos electrónicos o chatean al pedo.

—¿Cómo se generó el mito de Los Sorias? Muchos hablaban de la novela, sin que estuviera publicada.

—Piglia, Aira y Fogwill leyeron el original y ellos se encargaron de hablar de la obra. Y entonces se generó un mito: esa obra larguísima y buenísima que casi nadie había leído. El mito tiene una gran fuerza porque hace que la gente se interese, busque el libro y haga sacrificios para tenerlo. La primera edición de Los Sorias, si bien era limitada, de 350 ejemplares, se vendió toda. No se vendió en el día, porque no soy best-seller; me encantaría, pero no lo soy. Soy long-seller.

—En la novela desarrolla una concepción sobre el poder. ¿Cambió mucho ese análisis a la luz del presente?

—¿Qué hacer con el poder? Estoy a favor del poder, hay que tenerlo. Como decía Lao Tse: "El que desee perder poder, primero deberá tener poder", porque no podés perder lo que nunca tuviste. Para mí, el poder hay que aplicarlo de manera humana. Por eso, la novela también se refiere a la humanización del dictador y del poder, que son motores sincrónicos: ninguno puede funcionar sin el otro. No cambió mucho la cuestión del poder en la realidad porque se siguen cometiendo los mismos errores garrafales. No hemos podido humanizar el poder. La gente no aprende nada.

—¿Por qué suele decir que no hay diferencia entre la teología y la ontología?

—Me parecen divisiones artificiales. No hay diferencia alguna entre la teología, la ontología, la metafísica, porque son una misma cosa. Si hablamos en términos estrictamente metafísicos, los filósofos discuten hasta el día de hoy los problemas del ser y la nada, pero además habría que agregarle el problema del anti-ser, que no tocó ningún metafísico. El anti-ser existe, desea la destrucción del universo que no fue capaz de crear. Desgraciadamente, nosotros, los humanos, le estamos haciendo el juego al anti-ser porque estamos muy corrompidos a nivel ontológico o teológico, que para mí es lo mismo. Doblamos las rodillas frente al Dios del Mal y así nos va: aumenta la intolerancia y la deshumanización.

—¿Qué haría si usted estuviera en el lugar del despótico Monitor?

—Duraría aproximadamente 15 días como gobernante, pero no porque me fueran a derrocar, sino porque me moriría de estrés por la responsabilidad (risas). Cuando suben al gobierno, los políticos están con las sonrisas de oreja a oreja, chochísimos. Pero en la antigua China, cuando el emperador le daba a alguien un alto cargo, los amigos se acercaban a darle el pésame, no iban a felicitarlo: "Me nombraron ministro, ¡qué horror!". Ahora, no; todos chochos porque se van a llenar los bolsillos. Al que tiene amor por el pueblo, y lo nombran en un cargo importante, se muere de estrés. No lo podés soportar porque te vas a encontrar absolutamente solo.

—¿El humor en su escritura se propone conjurar estas realidades?

—Sí, por supuesto. No sólo los lectores sino yo mismo no podría soportar mi propia obra. ¡Qué si no el humor nos ha sostenido en este tiempo terrible! El sentido del humor no quiere decir masturbación, sino que lo que decís está envuelto para que sea soportable. Pero el que quiere mirar, lo ve. No escribo críptico, está todo clarísimo.

—¿Qué piensa de lo que escribió Piglia en el prólogo de su libro: "es la mejor novela que se ha escrito después de Los siete locos"?

—Se quedó corto (risas). No se trata de ver quién es más genial. Eso es una estupidez. Lo que sí importa es que en nuestra literatura argentina hemos tenido socios fundadores: Roberto Arlt es un mojón, un punto de partida importantísimo, como lo es Leopoldo Marechal. Piglia lo ha dicho muchas veces: la narrativa argentina empieza con El matadero, de Esteban Echeverría, y tiene razón. Pero por qué no agregar el Martín Fierro, de José Hernández, y ciertamente Adánbuenosayres. Porque si decimos que mi obra es la mejor de toda la Argentina, desde que vino Pedro de Mendoza hasta hoy, estaríamos cometiendo una injusticia. Porque hay que estar en el cuero de Arlt, con las cosas que le pasaron, con lo que tuvo que luchar contra la pobreza, y la obra genial y delirante que nos dejó. Piglia se niega a negar a Arlt y me parece perfecto. Yo tampoco lo niego: ni a Arlt ni a Marechal.