En una carta a George W Hunt, John Cheever cuenta que «se me ha diagnosticado Grand Mal o lo que solía conocerse como epilepsia. Cuando se me pregunta acerca del "aura" que precede a mis ataques creo vislumbrarla imagen de un obispo caminando por una playa en Nantucket bendiciéndome en un idioma que parece haber sido olvidado para siempre. Esto es lo último que recuerdo antes de proceder a morder la alfombra oriental de mi abuela y despertar, más tarde, en la sala de emergencias del hospital. No pienso que esto sea prueba de mi genio o de mi locura pero sí que tanto uno como otra son, a menudo, no deseados por mí. Aquí termina nuestra lección de hoy».
En 1971, en un apunte de sus Diarios, puede leerse: «Bebo ginebra y releo algunos de mis cuentos. Existe el peligro de repetirse. Mientras paseaba por el bosque, oí a un hombre que gritaba: "¡Amor! ¡Valor! ¡Compasión! ". De pie sobre una roca, gritaba los nombres de las virtudes sin tener a nadie que lo escuchara. Debía de estar loco. El problema es que esa escena la escribí hace diez años. Oh-ho».
«Una visión del mundo» es, seguro, la mejor de las muchas epifanías escritas por Cheever, uno de sus más grandes logros en la crítica de los ritos perversos de la vida moderna y de su entorno, y una demostración de la maestría desu técnica y de su prosa (lo que el escritor John Gardner definió como «esa voz de Cheever para escribir cantando») a la hora de sostener una trama compuesta íntegramente por sueños («Tengo sueños de una densidad que megustaría poder trasladar a mis ficciones», desea en sus Diarios) y percepciones del universo hasta construir una suerte de plegaria donde la lluvia (el agua) vuelve a presentarse como agente redentor. Otra vez –como en tantos cuentos del autor– aparece el motivo expulsión del paraíso/apocalipsis suburbano/revelación, pero me parece que ésta es la versión más lograda y definitiva y un cierre más que apropiado para esta antología. Aquí, más que en ninguna parte, se hace evidente el mandato que Cheever se impuso para su vida de escritor y que aparece con emocionante claridad en sus Diarios: «Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. (...J No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad, escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento –creo entreverlo en sueños–, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correo, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo.
Su primera publicación fue un cuento autobiográfico, titulado Expelled, al que escribió cuando lo expulsaron por fumar de la Thayer Academy, en Massachusetts, a los diecisiete años.
Sobre el final de Expelled leemos: “En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso. Es siempre la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se casan y se reproducen y votan y no saben nada. Porque el periódico está siempre de buen humor y pasa el tiempo mirando al cielo raso para no ver la suciedad del suelo. Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor”.