En la Argentina se crean palabras escalofriantes como rolinga, se abraza su credo sociológicamente imposible donde comulgan barrio bajo y jet-set, y se cree en los Rolling Stones como si en ello fuera la vida. Y tal vez esta pasión tenga que ver con que los argentinos y los Rolling Stones están hechos a mutua imagen y semejanza. Unos y otros viven más o menos felizmente enredados en un pacto fáustico donde el primer mandamiento de sus satánicas majestades es “No envejecerás” o, mejor, “No sabrás cómo envejecer”. A diferencia de lo que ocurre u ocurrió con artistas “maduros” como Johnny Cash o Bob Dylan o Leonard Cohen o Ray Davies o Paul McCartney, los Stones han optado por seguir en la misma, repetir los mismos tics, entender al rock and roll desde el vamos y hasta el fin como respuesta monolítica y ya fosilizada en contra (pero a favor) de la insatisfacción de una eterna edad del pavo.
A la Argentina le ocurre lo mismo si se la compara con otros países colegas: la misma vieja canción de siempre, los mismos discursos, las mismas caras de piedra cada vez más agrietadas o los rostros supuestamente novedosos pero instantáneamente experimentados en el acné de sus intenciones y en sus grititos histéricos.
La pequeña pero más que atendible diferencia es que a los Rolling Stones les va muy bien en lo suyo.
Alguna vez lo escribí, vuelvo a escribirlo ahora: habiéndolo inventado todo, a los Beatles sólo les quedó inventar el separarse. Fue entonces cuando, quizá, los Rolling Stones decidieron seguir juntos para siempre, orquestando sucesivos duelos Jagger/Richards para angustia de la concurrencia, anunciando nuevo tour, girando en círculos, como viejos long-plays.
Cuando me acuerdo de la Argentina de mi infancia –cabe la posibilidad de que se trate de un mecanismo de defensa, de una de esas alteraciones del pasado– no puedo evitar el pensarla como un país beatle. Después, en algún momento, la Argentina decidió ser un país rolinga.
Supongo que fue entonces cuando comenzaron los problemas.
(R. Fresan/Pagina 12)