En el siglo VI a.C., un general chino llamado Sun Tzu, del que se sabe poco y nada, volcó todos sus conocimientos bélicos en unas tiras de bambú que devendrían en tratado: El arte de la guerra. El guerrero sin experiencia –deseoso de introducirse en la profesión sanguinaria y poco higiénica de cortar maquinalmente cabezas con machetes– podía encontrar en él los secretos estratégicos guardados con más saña por los altos funcionarios encargados de dictar los caminos de la destrucción. No por nada es uno de los libros de cabecera de tiranos y corsarios de la libertad, y con los siglos se volvió –junto a la Biblia y el Corán– en uno de los best-sellers más perennes de la historia letrada de la humanidad. Sus argumentos son axiomáticos y caen con un ritmo telegráfico casi hipnótico: “Conozca al enemigo y conózcase a usted mismo. El arte de la guerra se basa en el engaño. Por lo tanto, cuando es capaz de atacar, ha de aparentar incapacidad. Si está cerca del enemigo, ha de hacerle creer que está lejos; si está lejos, aparentar que se está cerca. Poner cebos para atraer al enemigo. Golpear al enemigo cuando está desordenado. Si tu oponente tiene un temperamento colérico, intenta irritarle. Ataca al enemigo cuando no está preparado, y aparece cuando no te espera (...). Un líder hábil es el que logra derrotar las tropas del enemigo sin luchar, el que captura ciudades sin sitiarlas. Estas son las claves de la victoria para el estratega”.