December 24, 2005

La saga de un hombre desagradable


Casi en secreto, en horario bizantino y sin difusión, Film & Arts pasó en el 2002 la breve, gloriosa y melancólica saga de un hombre desagradable. Un cincuentón espinudo, malhumorado, que bebe de más y escucha ópera todo el tiempo. Un personaje que no sabe pelear, un solterón que se enamora de mujeres imposibles y las corteja con torpeza, un baja clase media rural que estudió en la mejor universidad y es el único de su promoción que no es rico, importante o famoso. El resentido en cuestión es el Detective Jefe Inspector Morse de la Policía del Valle del Támesis y el original programa inglés que cuenta sus andanzas municipales es una de las mejores cosas que se hayan hecho en televisión.
Inspector Morse debe ser una de las producciones más raras de la historia del medio. Se hicieron sólo 33 capítulos, repartidos entre enero de 1987 y octubre de 2000. Es decir, durante 13 años se mostraban dos o tres programas, separados por quince días, y nada más. Como para compensar, cada Morse dura prácticamente dos horas y está tan cuidado, producido y pensado como un largometraje.
Cada historia es igual a las demás, y a la vez es diferente, como corresponde a un misterio de la escuela inglesa deductiva. Se muestran brevemente los personajes centrales, eventualmente hay un cadáver, entra Morse en escena, surgen más cadáveres, Morse se equivoca, sigue pistas falsas, se deja engrupir, no quiere admitir que la rubia que le gusta tiene algo que ver. Y eventualmente resuelve el caso porque deduce la verdad o porque se corre de lugar un pasito y se da cuenta que no la veía por la rubia. Siempre, siempre, el inspector se queda de mal humor por lo que pasó y se dirige a la taberna más cercana a tomarse unos vasos de Real Ale. Cada tanto alguien se pone violento con él, lo sopapea y lo tira al piso. Morse gime, se queda tirado, ni amaga resistir, se queja de que está viejo.
Lo que diferencia a Morse de, digamos, Agatha Christie, es la brutalidad, el feroz egoísmo y la frivolidad de los asesinos. Es una serie que recuerda que Raymond Chandler se reía de las novelas de misterio inglesas, donde el cadáver “sirve de excusa para que el detective, generalmente un noble desocupado, luzca sus poderes deductivos”. En el universo de Morse, la gente mata por celos, por dinero, por envidia, por sexo. “Sexo, siempre es por sexo”, rezonga el inspector en un capítulo temprano, donde una estirada, bella y presumida baronesa mata –a martillazos– a su marido porque “no me toca” y sólo le interesa masturbarse viendo a una sirvienta francesa posar desnuda.
Lo notable es que el entorno donde aparecen cuerpos con la cabeza rota es el sublime pueblo de Oxford, con sus claustros universitarios, sus capillas góticas y sus mansiones de ensueño. Es un universo donde el orden de los prados perfectos, las clases de latín y los excelentes modales disimulan rencores insólitos. Para peor, todo es mostrado con sencillez, fotografía color pastel, un montaje directo sin el más mínimo efecto especial y títulos sobre una anticuada placa negra.
En Inglaterra, un país donde realmente nadie tiene armas, lo único que le criticaron a Morse como una exageración son los 93 cadáveres que aparecen en la saga. El comentario no le hizo mucho efecto a Colin Dexter OBE, el extraño escritor que inventó a Morse en una serie de novelas amadas por sus fans. Dexter es bajo, canoso y feo, como Morse, y detesta a su personaje, que inventó en 1973, con 43 cumplidos, cuando una vacación lluviosa lo dejó encerrado en un chalet alquilado, con hijos, mujer y un estante de novelas policiales de cuarta. Dexter, que en su vida había escrito más que cartas, se quedó tan impresionado con lo malos que eran esos libros que decidió escribir uno.
Morse es hijo de un taxista y una ama de casa de Stanford, Lincolnshire –como quien dice, Tandil– nacido en 1930 y prontamente abandonado por su padre. No queda muy en claro cómo el joven Morse logra estudiar en la paquetísima Oxford, que además de una colección de colegios y universidades es una máquina de moldear snobs y elitistas. Tampoco se sabebien por qué se hace policía en lugar de seguir las muchas carreras que le abre su título oxoniano. Lo que sí se sabe es que es un melómano, que habla latín, sabe mucho de arte y acabó en Homicidios porque el resto “es aburrido”.
Las novelas y la serie lo presentan ya maduro y ya inspector, solterón en una casa fea y desordenada, “comiendo del microondas” y bebiendo sólidamente hasta en horario de trabajo en una serie de pubs que llenan los ojos y la pantalla. Morse va y viene en un Jaguar MkII 1960 rojo y negro que canta los cambios y es un embeleso, se viste con ese mal gusto apacible que sólo un inglés, y maltrata todo el tiempo a su segundo, el sargento Robbie Lewis, proletario galés de Newcastle, futbolero y feliz, que lo saca de quicio.
Morse no sería el hallazgo que es si no fuera por su intérprete, John Thaw, que se murió hace casi exactamente un año de cáncer a los 60 de edad. Era uno de esos actores que apenas se mueve o cambia la cara, y sin embargo transmite como un telégrafo: detrás del rictus disgustado de Morse hay alguien siempre a punto de estallar, una víctima inconforme de la anestesia emocional inglesa. Vale la pena ver a Thaw en la escena en que Morse descubre que una mujer que amó en la juventud es ahora la nueva obispo anglicana de Oxford. Hay una mirada de melancolía que duele y el único gesto es un débil, tímido ademán de tocarle el brazo que nunca completa, impotente.
La serie tiene la solidez que suelen tener los repartos ingleses, donde cada cameo es brillante. El jefe de Morse, que aparece tardíamente hacia la mitad de la saga, es un superintendente con el extraño nombre de Strange y es un idiota inolvidable. Por ahí anda un médico forense gordo, de moñito y modales imperiales, que adora maltratar a Morse y es el mejor gordo de la televisión desde Rumpole of the Bailey. Los guiones son concisos y afilados como un bisturí: buena parte son del novelista Malcolm Bradbury, el de Rates of Exchange, y otra parcela de Tony Minghela, luego director de El paciente inglés.
Lo que escribió Dexter y adaptaron Minghela y Bradbury no es entertainment. A Morse hay que prestarle atención, no para seguir la trama y saber quién es el asesino –tema que a la hora del programa francamente no tiene la menor importancia– sino para no perderse las fantásticas ironías. En Morse hay decanos de colegios oxonianos que se alarman por el escándalo de un asesinato –”¡Imagínese: no pasa algo así desde 1789!”– y sospechosos que se ponen a hablar de pinceladas sospechosas en un Gainsborough posiblemente trucho. El mismo inspector es una fuente de epigramas –”Jamás hay que beber por placer” es uno de los más exóticos– y de esgrimas verbales donde un aristócrata le saca la piel a tiras con el muy británico recurso de elogiarlo, y Morse le devuelve la cortesía comentando las ventajas del matrimonio entre primos. En un nivel, la saga es una broma llena de tensiones de clase y género, elusiva y a veces tapada por las torpezas del subtitulado argentino.
Los raros momentos de simpatía están reservados a los perdidos, a los chicos y a los pobres. Morse le miente en la cara a un juez para achicarle la condena a una mujer que cubrió a su hermano homicida, simplemente porque ella le explica que su amor por el muchacho no le permitía hacer otra cosa. O la cámara se demora de más en la cara de una nena que ve cómo un patrullero se lleva detenida a su madre. O, en un recurso casi insoportable, el inspector interroga con detallismo perfeccionista a un violador y asesino de nenes: como si purgara los pecados de este mundo, Morse quiere cada detalle de cada golpe, cada ropa arrancada, cada llanto.
Si esta fuera una serie norteamericana, el protagonista sería un gruñón malo pero adorable. Pero uno no se tomaría una cerveza con Morse, entre otras razones porque él nunca jamás paga. “Y ya sabemos que no pagar una ronda en el pub es un pecado peor que el adulterio”, dice Dexter, autor que detesta cordialmente a su criatura.