Según una venerable costumbre, las teorías, los principios, las leyes y hasta algunas fórmulas menores suelen designarse con el nombre de aquellos científicos que los han enunciado o simplemente de aquellos que es habitual creer que lo han hecho. Aunque usted no lo crea, existe una disciplina llamada “Eponimia” que se ocupa de estudiar esa clase de denominaciones, para discernir sus orígenes y mutaciones.
Es habitual que hablemos de la Ley de Boyle-Mariotte, del cometa Halley, de la transformada de Fourier, de la constante de Planck, del test de Rorschach. Hasta hay quienes están familiarizados con la conjetura de Goldbach o el efecto Edison. Sin embargo, nunca faltará algún experto en eponimia que está en condiciones de discutir cualquiera de estas atribuciones. Por cierto, con la tecnología ocurre lo mismo, pero en ese campo las disputas no son inocuas: nacen en la oficina de patentes y terminan en los tribunales.
En tiempos más optimistas, cuando cualquier hombre de ciencia aspiraba a descubrir una ley que le asegurara la inmortalidad, se llegó a enunciar la Ley de Stigler de la eponimia, según la cual “ningún descubrimiento científico recibe el nombre de quien lo hizo”. Está claro que si ésta fuera una ley universal, podría aplicarse perfectamente al propio Stigler. Si nos pusiéramos a buscar quién enunció primero la supuesta ley, es probable que encontraríamos no uno sino varios.
Entre otras cosas, Stigler se tomó el trabajo de rastrear el origen de algunos principios como la famosa curva de Gauss, sólo para encontrar que la distribución gaussiana (la famosa curva acampanada) aparecía en más de ochenta textos de estadística publicados a partir de 1816, y su atribución exclusiva a Gauss puede ser algo convencional.
Con los aforismos y las frases célebres las cosas suelen ser mucho más complejas. La famosa respuesta que habría dado Faraday cuando le preguntaron por las aplicaciones de la electricidad (“¿para qué sirve un niño recién nacido?”) ya la había usado Pasteur al dar en 1854 su primera conferencia de química. Pero, según parece, el primero que la pronunció fue Franklin, cuando vio ascender al cielo uno de los primeros globos aerostáticos.
Hay otras atribuciones más comunes que parecen cumplir con la ley de Stigler, y es difícil en qué momento fueron puestas en circulación: “Volveré y seré millones” no lo dijo Evita sino Espartaco, en la novela de Howard Fast. “La única verdad es la realidad” lo escribió (palabras más o menos) Hegel, y probablemente le llegó a Perón vía Carlos Astrada. La frase “Ladran Sancho, señal que cabalgamos” no está en el Quijote, así como no está “Tócala de nuevo, Sam” en Casablanca, ni “Elemental, Watson” en las aventuras de Sherlock Holmes. Hay una frase (“vinieron a buscar a los judíos, pero no me importó, porque no era judío, etc.”), que nadie vacila en atribuir a Bertolt Brecht. Lamentablemente, pertenece al pastor luterano Friedrich Niemoller, líder de la resistencia antinazi.
De algún modo que sólo los lacanianos entenderán, los nombres nos condenan.
Pablo Capanna