October 30, 2006

Pablo Capanna: Daños colaterales

Si se lee en clave moderna la segunda parte del Fausto de Goethe, sobre el hombre que vende el alma al diablo para comprarse la eterna juventud, no tardará en salir a flote una aterradora descripción de las situaciones más impiadosas de los siglo XX y XXI: en los últimos capítulos, Mefistófeles inventa el papel moneda, el endeudamiento público y hasta la inflación, y Fausto aparece empeñado en una verdadera revolución productiva, encolumnado en una política modernizadora de remoción de tierra, quema de bosques, extracción de minerales, apertura de canales y construcción de diques. Es el estilo fáustico y realista que caracteriza toda la saga del capitalismo moderno: la naturaleza como estorbo y los seres humanos, insumos prescindibles y modelos anticuados; ambos continua y trágicamente considerados daños colaterales exigidos por toda transformación.

En la Antigüedad, las historias de amor no gozaban de demasiada popularidad, especialmente entre los griegos, que eran bastante misóginos. Hubo que esperar muchos siglos para que los trovadores medievales inventaran el amor romántico y echaran las bases de un buen melodrama, una novela del corazón, un bolero o un teleteatro.

Una de esas escasas historias nos la contó el romano Ovidio en el libro VIII de las Metamorfosis, allá por el siglo de Augusto. Era una leyenda de amor conyugal, algo que posiblemente llamaría la atención tanto en el siglo I como en nuestros días. En la versión de Ovidio, Filemón y Baucis son dos ancianos que viven felizmente sus últimos años de vida en su cabaña. Un día, Zeus y Hermes bajan a la Tierra para comprobar si la gente de Frigia es tan hospitalaria como dicen. Como los dioses vienen mal entrazados, todo el mundo les cierra las puertas, y los únicos que lo invitan a comer son los ancianos. Los dioses se manifiestan con un milagro (mantienen lleno el jarro de vino) y proceden a repartir premios y castigos. Como si fueran a hacer una represa hidroeléctrica, deciden que la aldea del valle queda sumergida con todos sus pobladores, y sólo salvan a los ancianos. Cuando llega el acostumbrado pedido de deseos, Filemón y Baucis piden morir juntos. Un día, a él le brotan ramas de roble y a ella de tilo; ambos echan raíces y se convierten en un solo árbol, que en adelante será meta de peregrinaciones.

Como ocurre con los mitos, la historia se entreteje con otras; recuerda a Abraham, a Deucalión y a Noé. Hasta evoca a esos rosales enlazados que crecieron en París, sobre la tumba del filósofo Abelardo (castrado por un suegro cruel) y de su novia Eloísa, dos de las mentes más brillantes del Medioevo.

DE GULLIVER A LA OPERA
¿Qué hace una historia como ésta en estas páginas? Por lo pronto, verificar la persistencia del mito a lo largo de unos veinte siglos, con todas sus inevitables mutaciones de sentido. La leyenda no era original de Ovidio, y tenía arraigo popular. Un siglo más tarde seguía viva entre gente que no sabía leer, y menos aún a Ovidio. Cuando el apóstol Pablo y su amigo Bernabé fueron a predicar a Frigia, la gente los aclamó creyendo que habían vuelto Zeus y Hermes y les dio bastante trabajo convencerlos de que eran tan humanos como ellos.

Pasaron unos cuantos siglos, y quien retomó la leyenda de Filemón y Baucis en tiempos de Newton fue Jonathan Swift, el cínico y genial autor de Los viajes de Gulliver. Swift trasladó la acción de Frigia a Kent, convirtió a los dioses en monjes, hizo de la choza un cottage y cambió el vino por el té de las cinco. En lugar de un templo corintio, la casa de los ancianos se transformó en una capilla anglicana.

En la versión de Swift, a Filemón lo nombran párroco y pasa el resto de sus días junto a Baucis fumando en pipa y leyendo el Times. Un día, él y ella se convierten en árboles, y por un tiempo llaman la atención de los viajeros. Pero al fin el nuevo párroco resuelve meterles hacha y usar la madera para hacer algunas reparaciones. Los tiempos habían cambiado.

Las últimas dos versiones de la leyenda son decididamente modernas. Filemón y Baucis protagonizaron en 1860 una ópera de Charles Gounod, quien ya había teatralizado el Fausto de Goethe, el más famoso de sus dramas líricos.En la ópera de Gounod las cosas cambian todavía más. Los ancianos son hospitalarios con Júpiter y Vulcano, que los consagran sacerdotes a perpetuidad. Pero en el segundo acto, todo parece haberse descontrolado; hay bacanales, orgías y blasfemias en el templo. A pesar de eso los dioses, reconociendo la buena voluntad de los ancianos, los premian con la eterna juventud. Pero esta vez se les va la mano; Baucis se pone demasiado atractiva y tiene que soportar el acoso sexual de Vulcano. Harta de tantas complicaciones, pide que todo vuelva a ser como antes (es lo que siempre ocurre en el cuento de los tres deseos) y los dos viejos se aprestan a vivir sus últimos días asumiendo los inevitables achaques.

¿Qué hace “moderna” esta versión? Se diría que el tema fáustico de la eterna juventud que, convertido en uno de los ejes de nuestra cultura, ha llevado a su apoteosis a la cirugía estética.

Pero el Fausto de Goethe va mucho más lejos, pues se atreve a arrancar del mito griego a Filemón y Baucis para precipitarlos en el corazón de la revolución industrial y el capitalismo salvaje.

TRABAJO SUCIO
Oswald Spengler hizo mucho estruendo en los años veinte con su Decadencia de Occidente, que aportó a la ideología nazi y dejó otras huellas menos visibles. Spengler definía la modernidad por su espíritu “fáustico”. Uno diría que el mito de Fausto, el hombre que vende el alma al diablo para comprarse la eterna juventud, parecería más adecuado a estos tiempos que a aquellos. Pero Spengler no aludía al Fausto de la leyenda medieval, que ocupa la primera parte del poema de Goethe. El Fausto “moderno” es el que está en la segunda parte, escrita entre 1825 y 1831, cuando los ecos de la revolución industrial estaban llegando a Alemania.

En un libro notable, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall Berman volvió en 1982 sobre las páginas del Fausto de Goethe. En uno de esos clásicos que ya ni leen los estudiantes de Letras, encontró una aterradora descripción de las situaciones que hemos vivido a lo largo del siglo XX. Para eso sirven los clásicos.

En los últimos capítulos, Fausto aparece empeñado en una verdadera revolución productiva. Su socio Mefistófeles acaba de inventar el papel moneda, el endeudamiento público y hasta la inflación. Fausto le ha encargado la ejecución de sus planes de modernización del país y ha puesto a sus órdenes un vasto ejército de trabajadores, sometidos a duras fatigas y una férrea disciplina. Durante las noches, sus mesnadas remueven la tierra, queman los bosques, extraen minerales, ganan tierras al mar, abren canales y construyen diques. Cuando la sangre y el sudor dejaron de correr y los gritos apagaron, Fausto sube a su mirador de la colina y se extasía imaginando que pronto allí “vivirán millones, inseguros, pero libres para la acción”. Lo de “inseguros” es todo un programa.

Pero de pronto, allá en las dunas junto al mar, descubre que en medio de sus tierras han quedado en pie una cabaña, una capilla y un jardín. Allí viven Filemón y Baucis, nuestros viejos conocidos, que fueron respetados porque tienen fama de socorrer a náufragos y vagabundos.

A Fausto, la cabaña de los viejos le resulta un estorbo, porque se le acaba de ocurrir levantar una torre precisamente en ese lugar. Tratándose del Progreso y de gente tan inútil como esa, explica, “uno se cansa de ser justo...”. Se le ocurre pues expropiar la casa, de modo que manda emisarios a negociar con los ancianos. Sus enviados les ofrecen dinero y les prometen que serán reubicados en una vivienda más moderna, lejos del teatro de operaciones. Pero los viejos son testarudos, y se empeñan en quedarse allí.

Entonces Fausto recurre a su consejero Mefistófeles. Como todos saben, Mefistófeles es el diablo. Como tal, se siente obligado a recordarle a Fausto que “quien tiene la fuerza, también tiene el derecho”. Para conformarlo, promete ocuparse personalmente del asunto.Por la noche, el vigía divisa un incendio. A la mañana, Mefisto se presenta para reportar que él y su grupo de tareas han allanado el rancho, y ante la inoportuna resistencia de los viejos, se han visto obligados a matarlos y prenderle fuego a la cabaña.

Fausto se horroriza, llama “monstruo” a Mefisto y lo echa de su despacho. Pero el diablo se marcha con una sonrisa, no sin antes recordarle la historia del rey Ajab, que según la Biblia ya había hecho lo mismo. Después de todo, parece decir, alguien tiene que ocuparse de hacer el trabajo sucio...

Los Filemón y Baucis modernos se convierten así en los primeros desaparecidos, los daños colaterales que acarrean los cambios estructurales. Los emigrantes, desplazados, refugiados, marginados y excluidos de la globalización deberían reconocerlos como sus santos patronos.

FAUSTO Y EL CABALLO DE HIERRO
Albert Bergmann es un filósofo de la Universidad de Montana, autor de un libro inteligente, Cruzando la frontera posmoderna (1992), sobre un tema tan vapuleado como el de la posmodernidad.

Bergmann describe como “realismo agresivo” ese estilo fáustico que caracteriza toda la saga del capitalismo moderno, y no vacila en remontarse al programa trazado por Descartes en el Discurso del Método. Para ilustrarlo, repasa la historia de la ciudad donde vive (Missoula, Montana), que nació al compás de la conquista del Oeste.

El entusiasta Emerson había escrito que el ferrocarril era “la varita mágica que despierta las fuerzas dormidas de la tierra y el agua”. El Caballo de Hierro era la encarnación del Progreso, a cuyo avance nadie podía oponerse.

Cuando se dibujó el trazado del ferrocarril Northern Pacific los ingenieros encontraron que la ruta más económica pasaba por la reserva de los indígenas Flathead. Hubo negociaciones, en las cuales los indios propusieron un curso alternativo para las vías. Al parecer, no era tan malo, porque otra empresa lo adoptó luego. Pero hacerlo hubiera significado tender unos cuantos kilómetros más de vía. Eso, según insinuaron los enviados, le hubiera caído muy mal al Gran Padre allá en Washington.

El cacique, que para el caso se llamaba Eneas como el héroe de Virgilio, protestó que ya habían entregado lo mejor de sus tierras antes de ser reubicados en la reserva. Frente a lo inevitable, sólo atinó a hacer una sabia y triste observación: “Parece que ustedes aman al dinero más de lo que nosotros amamos a nuestra tierra y a nuestros antepasados”.

El ferrocarril eligió el camino más corto y difícil, que pasaba por un angosto cañón. Hubo que dinamitar la montaña, y toneladas de tierra con árboles y todo se desmoronaron en el lecho del río. Los indios volvieron a ser echados y muchos inmigrantes traídos por el ferrocarril murieron en cruentos accidentes de trabajo. Surgieron los prostíbulos, los garitos y las tabernas, hubo negociados, estafas y toda clase de actos de corrupción. Pero las vías quedaron asentadas y a su vera surgieron las estaciones y las ciudades.

Un siglo más tarde, el ferrocarril estaba en bancarrota y el Gran Padre de Washington había tenido que salir a socorrerlo, creando la empresa Amtrak para evitar que desapareciera del todo. El pasto ya comenzaba a crecer entre los durmientes y los trenes pasaban de vez en cuando, pero la contaminación heredada de un siglo de ferrocarril seguía envenenado las napas de agua. Entonces llegaron las autopistas. Su trazado siguió la ruta del ferrocarril, pero se llevó muchas tierras más. Hubo menos bajas entre los trabajadores, pero las máquinas resultaron más agresivas hacia el medio. Volvieron a volar las rocas, se levantaron puentes y terraplenes, se diezmaron los bosques. Surgieron las estaciones de servicio, losautocines y los moteles, pero esta vez hubo pueblos y estaciones abandonadas.

El último capítulo es reciente, y se escribió cuando el avión desplazó al automotor. Hubo nuevos movimientos de tierra; surgieron los aeropuertos y el estruendo de los jets echó a muchos pobladores. Hoy conviven todos: las vías abandonadas, las autopistas despobladas, los ruidosos aviones.

Historias como estas, observa Bergmann, son exactamente lo opuesto de ese “desarrollo sustentable” del cual todos hablan sin convicción. Son tan comunes que ocurren aquí nomás, hasta en Tandil.

El siglo XX no sólo vivió las peores guerras de la historia, también fue el más agresivo contra el medio y especialmente contra esa especie humana que tiene la costumbre de adaptarse a él y hasta llega a disfrutarlo. Revoluciones y contrarrevoluciones desarraigaron a multitudes. El Holocausto nazi y la deportación de los Kulaks dispuesta por Stalin, la desertificación y la deforestación, el monocultivo, el flujo de refugiados, nómades y desplazados por la globalización económica han sido constantes. El capitalismo arrasa con la selva amazónica y los soviéticos secaron el Mar de Aral.

La versión vulgarizada del realismo agresivo es hoy el pensamiento único, que hace todo lo posible para convencernos de que las grandes transformaciones exigen sacrificios humanos. Las inevitables bajas son los daños colaterales de los cambios que supuestamente van a beneficiar a quienes hoy las padecen, aunque a lo sumo sólo heredarán la contaminación.

Como muchas de estas cosas se hacen en nombre de la ciencia y la tecnología, no está de más recordar que son lo menos científico que pueda haber.

Una economía no sólo más humanitaria sino un poco más científica debería comenzar por pensar que la naturaleza no es “la presa del hombre” (la expresión es de Spengler) sino que el hombre es parte de ella, de manera que la destrucción del medio no es más que un suicidio diferido.

También sería conveniente que dejara de creer en que es posible imaginar un crecimiento infinito en un medio finito, una idea que Kenneth Boulding atribuía a los locos y a ciertos economistas.

No menos deseable sería que, aparte de pensar al mercado a la luz de la física clásica, se tuviera en cuenta algo tan importante como la flecha del tiempo. Los procesos económicos, que transforman materia y energía, cargan con la inevitable cuota de entropía. La tecnología optimiza los beneficios, pero traslada los costos de producción al medio. Así como decrecen los recursos, no dejan de aumentar los desechos no reciclables. Hace un tiempo nos decían que las computadoras iban a acabar con el papeleo, pero la demanda de papel siguió aumentando, al punto que hoy plantamos eucaliptos en Entre Ríos y levantamos pasteras en Uruguay.

A esta altura sería conveniente rescatar las ideas de la “bioeconomía” del rumano Nicholas Georgescu Roegen (1906-1994), que se propuso integrar los procesos económicos en el marco de la termodinámica y la biología evolutiva.

Algunas alarmantes señales climáticas de los últimos tiempos parecerían indicar que una economía sostenible ya no es una utopía sino una necesidad, aun en su versión “fuerte”, que impone no comprometer la capacidad de las generaciones futuras.

La fuga hacia adelante, el saqueo de los recursos y la ideología de la obsolescencia, que no deja de producir basura, no son conductas racionales ni éticas. Los seres humanos, convertidos en insumos prescindibles y modelos anticuados, suelen ser sus primeras víctimas. La lectura moderna de la historia de Filemón y Baucis aún tiene algo que decirnos.