March 20, 2006

Así en la tierra como en el cielo

Por Mariano Ribas-La astronomía está llena de episodios curiosamente muy terrenales. Episodios que salpican graciosamente el correr de los tiempos y que nos recuerdan que el cielo siempre ha sido parte fundamental de la aventura humana. Al principio, porque nos sirvió como una invalorable herramienta de orientación espacial y temporal. Y luego, porque, inocentemente y víctimas de las trampas de las apariencias, creímos que lo que allí ocurría –o más bien, lo que allí se veía– podía marcar el paso de nuestras vidas. Hoy sabemos que no es así: esas miradas temerosas, ingenuas y primitivas del firmamento sólo encuentran refugio en la astrología y otras antiguas supersticiones. Pero ciertamente han jugado un papel clave en el pasado. Y por eso es sumamente interesante viajar atrás en el tiempo y ver cómo esas creencias afectaron, a veces como profecías autorrealizadas, el devenir de los acontecimientos. Hechos, personajes y curiosidades que se entremezclan en cuatro historias del cielo y la tierra. Genghis Khan y los cinco planetas Para comenzar, nos vamos bien para atrás en el tiempo. Casi ocho siglos. Y ahí nos encontramos, ni más ni menos, con el más grande conquistador de todos los tiempos. Pero también, con un quinteto de planetas que, sin querer, salvaron las vidas de miles y miles de personas. Gracias a su genio como militar y estadista, Genghis Khan (1162-1227) pasó de liderar una pequeña tribu mongola, a construir un impresionante imperio que iba desde Corea hasta Irak y de Polonia a Indochina. Famoso por sus tremendas masacres (se calcula que en sus campañas sus ejércitos aniquilaron 20 millones de personas), Khan solía prestar mucha atención a los supuestos designios celestes. Y acataba respetuosamente todo lo que él creía que los astros le indicaban. El 23 de mayo de 1221, por ejemplo, un eclipse de Sol lo llevó a suspender por unos días sus campañas militares en la provincia de Honan. Fiel a su creencias, Genghis Khan confiaba ciegamente en los consejos del respetado astrólogo Yeh-lu Ch’u-ts’ai, que formaba parte de su círculo más cercano. Y de allí que no sorprende en absoluto el curioso episodio ocurrido apenas unos años más tarde. En marzo de 1226, Khan volvía victorioso de sus arrasadoras campañas por Asia Central. E inmediatamente se lanzó a la guerra contra el imperio Tangut, al oeste de China. Las sangrientas batallas, seguidas muy de cerca por el astrólogo mongol, duraron meses. Finalmente, en diciembre de aquel año, el líder Tangut Yen-Ch’uan Chou cayó prisionero. Disconforme y alentado por sus altos mandos militares, Khan quiso ir más allá y exterminar a todo su pueblo. Unas cien mil víctimas potenciales. Pero afortunadamente, Yeh-lu Ch’u-ts’ai le sugirió no avanzar hacia la demencial masacre. ¿La causa? Durante los primeros días de diciembre, Mercurio, Venus, Saturno, Júpiter y Marte (los cinco planetas observables a simple vista) formaron una caravana (de unos treinta grados de largo) en el cielo del Oeste, inmediatamente después de la puesta del Sol. Una formación astronómica inusual y verdaderamente espectacular (de hecho, este tipo de agrupaciones aparentes se dan pocas veces por siglo). Para el astrólogo era una indudable señal del cielo contra el terrorífico edicto de muerte. Ni lento ni perezoso, Khan frenó cualquier matanza o saqueo contra el pueblo Tangut. Había obedecido la (bienvenida) “advertencia” de los planetas. El eclipse que salvo a Colon Casi tres siglos más tarde, y de este lado del mundo, la infalible mecánica astronómica sacó de apuros al mismísimo Cristóbal Colón: si no fuera por un oportunísimo eclipse total de Luna, él y sus compañeros de aventuras hubieran muerto de hambre en Jamaica. Era el 23 de junio de 1503. Y Colón casi no cuenta el cuento: luego de una tormenta horrorosa, el marino genovés llegó de milagro a las costas de Jamaica (por entonces, Santiago). Sólo dos de las cuatro naves que habían partido de Sevilla (en mayo de 1502) lograron salvarse, pero quedaron “podridas, abrumadas, todas hechas agujeros”, según escribió el propio Colón. Los dos barquitos se arrimaron como pudieron a Puerto Bueno (hoy Dry Harbour) y allí quedaron definitivamente varados. Luego de rescatar las pocas provisiones que les quedaban a bordo, Colón y los suyos desembarcaron en la isla. La situación era difícil: estaban aislados y los alimentos se les acabarían en dos semanas. Pero no estaba todo perdido, porque podían pedir auxilio a la vecina isla de La Española, gobernada por Nicolás de Ovando, quien poco antes les había prohibido la entrada. El asunto era cómo llegar hasta allí. Y cómo conseguir más comida. La única manera de resolver ambas cosas era negociar con los nativos, con quienes casi no habían mantenido contacto desde su accidentado desembarco. La cosa no fue fácil, pero luego de dificultosos intentos de diálogo, los europeos consiguieron agua, alimentos frescos y un par de toscas embarcaciones. Acto seguido, Colón designó a dos de sus compañeros –al castellano Diego Méndez y al genovés Bartolomé Fieschi– para subirse a ellas e irse derechito hasta La Española a pedir ayuda. El rescate tardaría meses en llegar. Durante los días siguientes los europeos continuaron recibiendo algunos víveres, pero los dueños de casa fueron perdiendo la paciencia: a fines de agosto los indígenas ya estaban hartos de mantener al inquieto clan de Colón. Y empezaron a negarles la comida. Fue entonces cuando el cielo le dio una manito al maltrecho grupo de navegantes. Durante el atardecer del 4 de septiembre, la Luna asomó casi perfectamente redonda sobre el mar. Y eso le recordó a Colón que faltaban apenas dos días para un eclipse total. Entonces, una idea cruzó como un rayo por la mente del genovés: aprovechar el inminente fenómeno astronómico en su beneficio. Al día siguiente, Colón reunió a varios de los indios y les dijo que él y su gente eran enviados del ser que preside los cielos y que, si seguían negándoles los alimentos, el todopoderoso levantaría en cólera. Y que, como muestra de ello, la Luna se apagaría durante la noche. Pero los indios ni se mosquearon. Y a Colón sólo le quedaba confiar en que la Luna hiciera su parte. La fecha señalada por fin había llegado: 6 de septiembre. Ese día Jamaica amaneció con el cielo despejado y eso le trajo calma al almirante. Pero los indígenas seguían sin preocuparse por los vaticinios de sus forzados huéspedes. Y llegó la noche: la Luna salió espléndida sobre el Este, redonda y completamente iluminada. Pero de a poco su trayectoria la iría llevando lenta e inevitablemente hacia la infalible trampa de sombra proyectada por la Tierra. De pronto, uno de sus bordes comenzó a borronearse. Era la señal que Colón y los suyos habían estado esperando. Media hora más tarde la sombra había cubierto la mitad de la Luna. El nerviosismo ya se dibujaba en los rostros de los indios: para ellos, la furia celestial se había desatado. El miedo crecía al ritmo del eclipse y se convirtió en pánico cuando llegó la “totalidad”: la Luna, despojada de toda luz blanca, se convirtió en un pálido disco anaranjado (un efecto producido por los pocos rayos de luz solar rojiza que se desvían hacia el satélite, luego de atravesar la atmósfera terrestre). Parecía que se moría. Y los indios jamaiquinos, que corrían desesperados y a los gritos, se acercaron a Colón para pedirle que intercediera ante el poderoso espíritu del cielo. Y como muestra de amistad, lo rodearon de alimentos, regalos, y le prometieron que continuarían abasteciéndolos cuanto fuera necesario (y así fue hasta que fueron rescatados, a mediados de 1504). Era justo lo que el vivillo de Colón estaba esperando. Así, haciéndose el interesante, el navegante les prometió que el astro se recuperaría y que todo volvería a la normalidad. Dos horas más tarde, la Luna salió airosa del cono de sombra terrestre. Y su luz volvió a bañar la noche caribeña. El cometa de Moctezuma El cielo y la historia volvieron a jugar juntos apenas una décadas más tarde: créase o no, en 1517, un gran cometa torció la historia del formidable Imperio Azteca. Eran épocas en las que los pueblos todavía creían seriamente que el firmamento era una suerte de pizarra y que los astros eran los mensajeros que anunciaban las cosas por venir (malas, por lo general). Así lo creía y lo describía algún azorado y anónimo observador del reino de Moctezuma: “Una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora: se mostraba como si estuviera punzando en el cielo. Ancha en la base, fina en la punta, bien al centro del cielo llegaba”. El propio Moctezuma fue uno de los primeros que vio al cometa: lo encontró una medianoche, mirando hacia el Este. La imagen de aquella larga y fantasmal estela blanquecina lo asustó tanto que inmediatamente fue a pedirles explicaciones a sus astrólogos y adivinos. De hecho, no les perdonó semejante distracción: los torturó hasta matarlos, quemó sus casas y esclavizó a sus familias. Día a día, e indiferente a todo acontecer terrenal, el cometa se hacía más y más brillante. En medio de la desesperación, el emperador decidió reunirse con el rey de Tezcoco: ambos coincidieron en que “la espiga de fuego” presagiaba muertes en masa. Y la caída del imperio. Moctezuma construyó más altares de sacrificio y ordenó más rituales sangrientos. Su ciudad, Tenochtitlán, la fabulosa capital de los aztecas, entró en caos. En medio de la locura, el gran emperador intentó dejar el trono y hasta buscó refugio dentro de una cueva. La calma recién llegó varias semanas más tarde, cuando el cometa comenzó a empalidecer, hasta desaparecer del cielo. Pero la historia no se termina con la partida del cometa. En realidad, la espiga de fuego fue una bisagra que marcó un antes y un después. Los aztecas habían heredado muchas de las creencias de los toltecas. Y entre todos esos mitos, el más fuerte era el de Quetzacoatl, un dios de la sabiduría con forma de serpiente emplumada. Según la leyenda, Quetzacoatl había dejado sus tierras navegando hacia el Este en una balsa hecha de serpientes. Y antes de partir, había anunciado que volvería por su pueblo y por su territorio. Según la tradición, eso sucedería en el año 1 Caña, para nosotros 1519. Y fue precisamente en 1519 cuando los conquistadores españoles, al mando de Hernán Cortés, desembarcaron en las costas del Caribe. Cuando Moctezuma se enteró de la llegada de los extraños visitantes que venían del Este y que avanzaban hacia Tenochtitlán no lo dudó un instante: Quetzacoatl estaba de vuelta. Venía por su gente y por su tierra. La “espiga de fuego” se lo había anunciado. Y además, era la fecha señalada por las creencias aztecas. Todo encajaba. El emperador envió a varios de sus hombres portando regalos para los recién llegados: pinturas, telas de algodón, brazaletes, collares y dos grandes planchas de oro y plata que representaban al Sol y a la Luna. Moctezuma no estaba del todo dispuesto a entregar su imperio y trató de eludir el problema. Pero Cortés y los suyos ya tenían la vista clavada en la capital azteca. Finalmente, luego de horrorosas matanzas, los españoles llegaron a Tenochtitlán el 8 de noviembre de 1519. Resignado, el emperador salió a recibirlos con una comitiva de doscientos hombres y les ofreció nuevos regalos. Y mucho más importante: dejó en sus manos el control de la ciudad. Para Moctezuma, el gran cometa de 1517 fue la “señal” de un cambio, pero también de la tragedia. Y entonces, sólo dejó que las cosas sucedieran tal como él creía que debían suceder. Era una profecía autorrealizada. Y la caída de uno de los imperios más grandes de todos los tiempos. La lluvia de fuego ¿Quién no ha visto una estrella fugaz? En realidad, de estrellas no tienen nada, sino que, en general, no son mas que pequeñas partículas espaciales –generalmente de origen cometario– que ingresan a toda velocidad a nuestra atmósfera, se queman y por eso brillan. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XIX, las estrellas fugaces, o meteoros, eran todo un misterio. Pero la ciencia comenzó a resolverlo a partir de uno de los fenómenos astronómicos más impresionantes que puedan imaginarse. Desde los tiempos de Aristóteles, las estrellas fugaces eran vistas como fenómenos exclusivamente atmosféricos, al estilo de los relámpagos. Y uno de los primeros científicos que se animó a desafiar esa tradición aristotélica fue, ni más ni menos, que Edmund Halley (sí, el del cometa). A principios del siglo XVIII, el astrónomo británico se animó a sugerir un posible origen cósmico para aquellas velocísimas trazas de luz que cruzaban el cielo nocturno. Pero hubo que esperar hasta 1833 para descubrir la verdadera naturaleza del asunto. Y todo gracias a una pavorosa lluvia de meteoros. De pronto, y sin aviso, la noche del 13 de noviembre de aquel año estalló: decenas de miles de estrellas fugaces bañaron los cielos, especialmente en el Hemisferio Norte (no hay registros del sensacional fenómeno en nuestras latitudes). A razón de dos, tres y hasta cinco por segundo. Y algunas eran tan brillantes, que hasta proyectaban las sombras de los despavoridos observadores. Semejante despliegue de pirotecnia cósmica desató el pánico generalizado –y hasta suicidios– en varias ciudades norteamericanas. Muchos pensaron que el mundo se acababa. Y que la “lluvia de fuego” –tal como fue bautizada– era la clara señal de la llegada del Juicio Final. El impacto social y emocional en varios países del Norte fue tan grande que dejó una huella que duró añares en la memoria colectiva. Es más, algunos historiadores estadounidenses han colocado la “lluvia de fuego” entre los cien episodios más importantes de la historia de su país en todo el siglo XIX. Lógicamente, los científicos de la época tuvieron que salir a buscar explicaciones de lo sucedido. Y uno de los que anduvo más cerca fue Denison Olmsted, un profesor de filosofía natural, que también había sido testigo del fenomenal suceso. Luego de estudiar cientos de reportes (incluyendo los propios), Olms-ted concluyó que las estrellas fugaces tenían un claro origen espacial. Y que, en este caso particular, todos parecían provenir de una misma zona del cielo: la constelación de Leo. A partir de entonces, se comenzó a hablar de la lluvia de meteoros “Leonidas”. Poco más tarde, y revisando antiguas crónicas europeas, chinas y árabes, los astrónomos notaron que episodios de este tipo ya habían ocurrido en el pasado. Y casi siempre, a intervalos de treinta y tres años. Por eso, se animaron a pronosticar una nueva gran lluvia en torno de 1866. Tal cual: las Leonidas volvieron al ataque en 1866 y 1867, aunque con mucha menos intensidad. Por entonces, ya se habían identificado las verdaderas raíces del fenómeno: los encuentros cercanos y regulares de la Tierra con el cometa Tempel-Tuttle. El reguero de polvo dejado por el cometa a lo largo de su órbita era la fuente de las incontables partículas que “llovían” sobre nuestro planeta. Y los mismo ocurre con otros tantos cometas –incluido el Halley–, que dan lugar a otras tantas lluvias de meteoros, aunque no tan espectaculares como las “Leonidas”. En tiempos mucho más cercanos, otro impresionante episodio de la “lluvia de fuego” sacudió los cielos: la noche del 17 de noviembre de 1966 se llegó a un impresionante pico de alrededor de 150 mil meteoros por hora. Incluso mayor que el de 1833. Aunque esta vez el pánico dejó su lugar a la siempre placentera contemplación astronómica. Planetas en fila, deteniendo una masacre a manos de Genghis Khan. Un eclipse lunar que le salvó el pellejo a Cristóbal Colón. Un cometa que asustó al mismísimo Moctezuma y facilitó la caída de su imperio. Y un mar de alocadas estrellas fugaces que causó un escozor generalizado. Son apenas cuatro relatos, cuatro entre tantos. Y nos recuerdan que no hay historia sin cielos. Ni cielos sin historia.