March 13, 2006

Hay luz en la noche. Han subido los escalones de piedra pulida por el uso y, ahora, bajo los sólidos arcos del techo bajo, los monjes cantan. En la hora del nadir, en el centro de la oscuridad y a una enorme distancia del día por venir, leen cantando la Escritura y meditan sobre ella por medio de la música. Cantan los textos dispuestos para esa ocasión, que, junto a todas las que le siguen en el círculo del año, está en un punto preciso en la historia de la salvación humana, en la historia del Cristo que fue hombre y que es luz para las naciones, luz del mundo.
En el centro de la noche, el canto gregoriano resuena con mansedumbre. Quienes cantan están vigilantes y esperan el alba; sin miedo. Cuando se insinúe la primera borrosa claridad en el Este, el canto hablará de ella, la visión cierta de la divinidad derramándose por la tierra Así, cada uno de estos portales del día, -la salida del sol, la mañana, el mediodía, el atardecer- son investidos por el canto con un significado cósmico, de manera que la alabanza y la plegaria son continuas. El canto celebra al Creador en el ciclo natural que es su manifestación: Oh, Sabiduría, que brotaste de la boca del Altísimo, abarcando de uno a otro confín, y que dispusiste todas cosas con fortaleza y suavidad; ven a enseñarnos el camino prudente.
Y también: Tuyo es el cielo, y tuya la tierra; el orbe del mundo y su plenitud, Tú los fundaste.
Justicia y juicio son los basamentos de tu trono.
Desde su nacimiento en el siglo ocho, el canto gregoriano ha sido herramienta de ejercicio espiritual y vehículo de conocimiento para millones de hombres del Occidente. Hablando de espiritualidad en este siglo, estamos habituados a evocar prácticas orientales y no las del hombre medieval europeo, del que, lo prefiramos o no, nos llega una buena parte de nuestra manera de vivir y de concebir la realidad. Ocurre que para el hombre medio, en la Iglesia Católica actual este espesor espiritual se ha adelgazado hasta hacerse imperceptible.
Pero, uno se pregunta, ¿puede hoy un habitante de la ciudad acceder a los caminos devocionales del cristianismo primitivo? ¿No estamos tremendamente lejos, y separados sin remedio, de un tipo de experiencia humana como la que se narra más arriba?
No, no estamos. Poseemos, milagrosamente, el canto gregoriano. Y gracias al celo y el esfuerzo de algunos estudiosos que trabajan desde hace poco más de cien años, unos en monasterios y otros en universidades, no tenemos restos, despojos que sobrevivieron, sino un cuerpo completo y magnífico de música y textos, esencialmente el mismo que crearon los monjes medievales.
Cómo y cuándo
Podemos imaginar a la Iglesia Cristiana de Occidente, hacia el año quinientos, en un estado arcádico. Liturgias locales florecían en distintas zonas de Europa, cada una con su Rito, su ceremonial y su música. Hoy conservamos preciosos testimonios de algunas de esas antiquísimas músicas litúrgicas, como las de Milán, Benevento y Roma. Aún no existía el gregoriano.
Fue justamente Roma y su liturgia la que llegó a ocupar, en el siglo siguiente, un lugar preeminente entre sus pares. Su éxito misionero fue tal, que por esta época las islas británicas habían abandonado la antigua liturgia irlandesa y adoptado los usos de la iglesia romana. No resulta extraño, entonces, que cuando la incipiente dinastía de los francos que culminaría en Carlomagno busque la alianza con la Iglesia, se dirija al Papa de Roma. En vida de Carlomagno y de su padre Pipino, libros y cantores especializados fueron importados desde Roma al territorio franco; y allí, dos repertorios y dos estéticas, la de los romanos y la de los francos, se fundieron para producir lo que hoy llamamos gregoriano.

Un disco cualquiera
Si alguien gusta hoy de escuchar música antigua, es posible que su colección de discos comience con algunos de gregoriano. Ciertamente los coloca en un lugar razonable. Pero hay un par de cosas que distinguen a este repertorio de los otros. Para empezar, el gregoriano es la música más antigua que puede hoy ejecutarse como un conjunto completo de obras, y no meramente como curiosidad arqueológica; de hecho, con el gregoriano comienza la historia de la música occidental, porque con él se creó la escritura musical. Fue la necesidad, en época de Carlomagno, de instaurar el flamante repertorio Franco-Romano (gregoriano) en todo el imperio, la que exigió el nacimiento de las primeras y diversas formas de la escritura musical; algunas de ellas muy bellas, y todas, en principio, diseñadas para trasmitir ritmos precisos y notas ornamentales que hoy asociamos primariamente con las maneras del canto oriental. En contraste con esta refinada información, la altura de los sonidos no se trasmitía en forma escrita; las melodías (cientos y cientos de piezas) eran retenidas de memoria y enseñadas en forma oral a la generación siguiente.
También en su supervivencia en el tiempo el canto gregoriano es un fenómeno único en la música de occidente.. Ningún otro repertorio atravesó mil doscientos años siendo interpretado día a día sin interrupción. Variado y modelado por la influencia cambiante de las épocas, siguió siendo, no obstante, gregoriano; hasta que en el siglo veinte las investigaciones lo restauraron en su forma pura y original.

Hoy
Creado como música litúrgica o mejor, como la misma liturgia expresada por medios musicales, el gregoriano es un arte concentrado, de una enorme economía. Necesita tan sólo de la voz humana. Una vez que se cuenta con ese medio, un mundo de exploración estética y espiritual se abre para nosotros. Ni siquiera, como en el caso del sakuhachi japonés, es preciso una técnica trascendente, ya que el gregoriano fue creado, en gran medida, como canto comunitario. Y también es, en su acepción más llana, música con una función: nada hay de caprichoso en el canto. La alabanza, la plegaria están dispuestas para cada día del año en textos y músicas siempre diferentes y, sin embargo, conectados entre sí. De manera que al recorrer el año litúrgico, se vive y se reflexiona sobre los misterios centrales de la fe, sobre la vida histórica del Cristo y su obra de Salvación, sobre el diálogo entre Dios y sus criaturas, que sigue modelando el mundo.
Hoy tenemos la posesión de este tesoro, aunque la sabiduría secular de los cantores medievales se recibe con indiferencia. Es decir, estamos apartados de la práctica espiritual que nos es más afín, y nuestra necesidad cierta de esta dimensión humana nos lleva a interesarnos por prácticas más lejanas. La iglesia oficial respeta el gregoriano pero ya casi no lo usa. Pero todos nosotros podemos hacerlo, escuchando o cantando, porque está ahí, porque es nuestro; es decir, de cada uno y de la entera humanidad.

claudio morla