Una mirada altiva, de reojo, con las cejas maquiavélicamente arqueadas, bien puede condensar el mal absoluto, el mal por excelencia. El crítico de arte italiano Vittorio Sgarbi así lo pensó después de que un escalofrío recorriera su espina dorsal al contemplar Retrato de hombre, de Antonello da Messina. Al acercarse al lienzo, su estremecimiento subió unos grados más cuando comprobó que la tela había sido arañada en el rostro: ¿un arrebato de odio de un espectador? Después de aquello, pensó que faltaba una exposición sobre el mal en el arte. Y voilà. Hoy, en el palacio Stupinigi, en Turín, los menores de 14 años sólo pueden franquear la puerta acompañados por adultos, porque, allí dentro, el diablo toma todas las formas con que la mente humana lo ha moldeado desde el siglo XV: el fantasmagórico La medusa, de Rubens, el estremecedor El grito, de Colombotto, o las imágenes del 11-S desfilan ante los visitantes.
Pero antes de que los pintores del Renacimiento, en el siglo XV, modernizasen y ‘humanizasen’ el concepto del mal, los dragones de los capiteles románicos y de las gárgolas góticas ya advertían contra los peligros del infierno. Era la Edad Media, un periodo en el que Dios representaba el bien y el Diablo, el mal. Etelvina Fernández, catedrática de Historia del Arte en la Universidad de León, estima que durante el Medievo, «el teocentrismo es el punto esencial de la vida y el pensamiento, pero las representaciones artísticas de esta época no parten de cero, sino que adoptan formas del arte antiguo, adaptándolas al carácter religioso de la época, y crean otras nuevas». Para representar el mal, a su juicio, «los artistas medievales empleaban fórmulas ya usadas en el mundo antiguo, como dragones, animales híbridos y deformes y demonios. Los colores simbólicos con los que a veces se representaban, verdosos o parduzcos, intensificaban el sentido de maldad.
Esa visión teocéntrica que marcó el arte en la Edad Media empieza a sustituirse en el Renacimiento por un concepto más humanista y antropocéntrico. A partir del siglo XV, la influencia del paganismo comienza a notarse en todas las representaciones artísticas. «Los retratos, como los de Antonello de Messina, comienzan a mostrar personajes fuertes y carentes de moral, como propugna Maquiavelo en El príncipe, que parecen atender a la máxima de que ‘el fin justifica los medios’ –afirma Francisco de la Plaza, profesor de Historia del Arte del Renacimiento en la Universidad de Valladolid–. Y el resto de representaciones inciden en el concepto del paso del tiempo, la fuga de la belleza y la llegada de la muerte, el mal supremo desde el punto de vista pagano.
Con la llegada del Barroco en el siglo XVII ya no bastará con una simple mirada para plasmar la maldad; en el siglo de la exaltación de las pasiones, la representación de la maldad pasa de usar sibilinos códigos expresivos a emplear toda la infantería iconográfica disponible. Calaveras, cuerpos putrefactos o escenas de martirio desfilan por la retina de los atormentados hombres del Barroco, obsesionados por la cercanía de la muerte. Para Javier Portús, conservador del Museo del Prado, «el Barroco retoma la tradición tremendista del Románico, pero con una técnica más afinada y en grandes telas que acrecientan el dramatismo. Las representaciones del infierno son muy comunes en Iberoamérica, donde había una población que debía ser adoctrinada en los peligros de incumplir la moral religiosa.
Pero es Goya quien revoluciona la forma de plasmar la maldad en el arte. En 1808 estalló en España la Guerra de la Independencia, y el artista aragonés fue testigo de las atrocidades entre ambos bandos, escenas que plasmó en Los desastres de la guerra. Sin épica, sin divinidades, sin buenos ni malos, la brutalidad aparece por primera vez en el arte más humana que nunca. Es el mal del hombre contra el mismo hombre. Para Portús, son la representación de la violencia moderna. «Goya es la gran frontera. En la antigüedad, los castigos llegaban cuando se incumplía el sistema de valores. El mal que pinta Goya escapa a la razón, al control del hombre, no es previsible ni regulable, es instintivo.
Fue sólo el principio. El arte contemporáneo recogió el guante de Goya. Y la aparición de la fotografía y del vídeo supuso el suministro casi a diario de imágenes atroces al por mayor. Ya no hacía falta trasladarse al campo de batalla, ahora la violencia llegaba por todas partes, y los artistas reaccionaron con crítica, con cinismo, con ironía. El grito de Munch, o el vídeo de un aficionado con la paliza que la Policía de Los Ángeles dio a Rodney King, y que Danny Tisdale llevó a un museo, hablan del mal en el siglo XX. María Eraso link