March 24, 2006

La mirada de Wenders

Damiel y Cassiel escuchan, a su vuelo, fragmentados, los monólogos mentales de los habitantes de Berlín, que van desde nimiedades cotidianas hasta disyuntivas existenciales, de niños a ancianos. Los ángeles perciben la desgarradora soledad en que todos viven, incapaces de compartir sus vidas con los demás. Un mundo egoísta, indiferente y sombrío, pero que despierta la curiosidad de los mensajeros celestiales quienes, en esta versión, únicamente pueden ser vistos por los niños; los demás, sólo pueden aspirar a sentir su presencia; los ángeles quieren experimentar la sensación del tiempo («¿Qué sucede si el tiempo es la enfermedad?»), del sufrimiento, de la alegría.

Hacia el final del filme, durante uno de sus recorridos por la ciudad, por Berlín —que representa la historia—, Damiel se encuentra con una bella trapecista, Marion, (Solveig Dommartin) y escucha sus pensamientos. Abatida y vulnerable, a punto de perder su empleo; sola. Damiel siente compasión por ella y algo más.

Cassiel se encuentra, poco después, con Damiel, justo a un costado del Muro; sin dramatizaciones, pero con toda la fuerza simbólica que el sitio evoca. Cassiel llega por el lado oeste; Damiel lo espera en el este. Cassiel cruza la pared para escuchar a Damiel confesarle que «dará el salto». Emocionado, Damiel le describe lo que será su primer día; Cassiel lo refuta, sonriendo, «pero nada de eso será verdadero».

En ese momento, Damiel concreta un proceso de encarnación paulatino y su mirada se ilumina, Cassiel quedando en blanco y negro, en el este. Damiel, en el oeste, ya puede ver en color y estrena sus percepciones humanas, reconociendo el sabor y la textura; pero ya no puede escuchar los monólogos internos de la gente. Marion, sin conocerlo, lo espera. Su unión es enigmática, sin la gratuidad planteada en Un ángel enamorado. Parecen predestinados para complementarse. La escena de la chimenea, aquí, sale sobrando.

Cassiel, apoyado en el ángel de la Columna de la Victoria, medita: «Ustedes, a quienes amamos, no nos ven, ni nos escuchan, nos imaginan a una lejana distancia, pero estamos tan cerca de ustedes (...) Tenemos un enemigo poderoso. Creen más en el mundo que en nosotros».

Por eso Damiel siempre consideró necesario comprender más cabalmente al humano; de esa forma, su trabajo como mensajeros mejoraría. «Si no puedes contra ellos, úneteles», pensaría impotente, advirtiendo lejana la esperanza que guardaba de que «los humanos recuperen, a través de nosotros, esa mirada amorosa, así estaríamos más cerca de ustedes, y ustedes de Él». Siendo ésta, además, la única referencia concreta que establece Wenders respecto al Jefe de los ángeles, Dios, a lo largo del filme.

En la última secuencia de la cinta, Homero, un viejo escritor que ha viajado por la ciudad buscando a sus lectores, se pregunta quién se hará cargo del «contador de historias», del «guía espiritual», mientras se acerca al Muro proponiendo embarcarnos en el Viaje, al tiempo que en pantalla aparece la leyenda: «Continuará».

Las alas del deseo se convirtió en un rotundo éxito para Wim Wenders, quien alguna vez quiso ser sacerdote, y lo consagró como uno de los directores clásicos del cine contemporáneo —ganó el premio a mejor director en Cannes—. Asimismo, aunque en aquel momento no se tomó demasiado en serio la advertencia de «Continuará» que insertó al final de su cinta, la reverberación del triunfo le permitió proseguir, unos años más tarde, sus reflexiones en una prolongación —que no segunda parte— de la historia, al filmar Faraway, so close! (Tan lejos, tan cerca, 1993); ya sin Muro dividiendo a Berlín, sin este ni oeste, en la que incluso Mijail Gorbachov, el artífice del borrón de esa división, como un símbolo, aparece, en una oficina de Berlín, en plena reflexión.

Pero, por encima de todo, con Der Himmel Über Berlin, Wenders ratificó la convicción que defendió desde el principio de su carrera y que, con o sin ángeles, parece preciso nunca perder de vista: «el cine no ha sido creado para distraer del mundo, sino para referirse a él».

El primer largometraje de Wenders fue El miedo del portero ante el penalty (1972), basado en la novela homónima del mismo Handke. en uno de sus primeros largometrajes, Drugstore Cowboys (1989), William Burroughs, el poeta beat, interpretaba a un sacerdote junkie.



«Es grandioso vivir sólo en espíritu, testificar día a día el lado espiritual de la gente para la eternidad, pero en ocasiones me harto de mi existencia espiritual. Me gustaría sentir algún peso sobre mí, terminar mi eternidad y atarme a la tierra. Poder decir “ahora”, en vez de “siempre” y “para siempre”».

[5] «Estoy exhausto de ser abandonado por la gente que amo (...) Para los humanos parece no haber más allá. Cada quien crea su propia visión del mundo y se vuelve prisionero de ella. Desde esa celda ven las celdas de los demás. Están confinados por lo que ven; sólo lo que pueden tocar existe».