Una sólida investigación sobre como la última dictadura reprimio la industria editorial. por ANA LONGONI.
Se prohíbe y se terminó": esta declaración pública, con la que el secretario de prensa del entonces gobernador de Buenos Aires Ibérico Saint Jean da por concluido el debate con parte de la jerarquía eclesiástica acerca de un manual de catequesis escolar, permite inferir la sutileza del sistema argumentativo en el que se asentaba la censura durante la última dictadura. El hallazgo de un olvidado cúmulo de documentos de la represión permitió iniciar la investigación periodística de la que da cuenta Un golpe a los libros. Se trata de "piezas que alguna vez fueron parte de un archivo", que se salvaron —por error, por azar— de la destrucción ordenada por los militares en su salida.
La cuestión de las políticas procesistas de construcción de consenso —de sus alcances y fracasos, de sus marcas en el presente— es uno de los grandes temas a resolver de nuestra historia reciente. La sociedad argentina podrá avanzar en el procesamiento colectivo del trauma que ocasionó la dictadura cuando logre trasponer la pura denuncia y pase al análisis crítico de lo acaecido. Si el Nunca más no fue más allá de la descripción —incluso incompleta— de la operatoria de la represión ilegal, ensayos posteriores (como Poder y desaparición, de Pilar Calveiro), se introdujeron en el escarpado terreno de pensar la lógica del terror. Un golpe a los libros —en la saga del volumen colectivo Argentina: cómo matar la cultura, editado en Madrid en 1981— es un aporte significativo en esa dirección sobre lo que Cortázar llamó el "genocidio cultural".
El libro hace públicos fragmentos de documentación "estrictamente confidenciales y secretos", que dejan entrever los vericuetos burocráticos de la censura, y reúne testimonios de víctimas y testigos. El esfuerzo de Hernán Invernizzi y Judith Gociol —quienes insólitamente no figuran como autores en la tapa— por dejar señalados nombres y responsabilidades, tanto de militares como de civiles involucrados en actos de represión, censura o destrucción del patrimonio cultural, produce un efecto social comparable al de los "escraches": ante la impunidad, se arriesgan a denunciar quién firmó o ejecutó la orden.
Pero el libro busca ir más allá de la denuncia y se enfrenta al problema de reconstruir la operatoria del terrorismo de Estado en el campo cultural. Contra lo que se percibe como una política errática y funestamente desopilante (recuérdese, sino, la prohibición de títulos como La cuba electrolítica y El cubismo, bajo sospecha de castristas), los autores sostienen la hipótesis fuerte de que "la cultura era una preocupación clave en el proyecto dictatorial" por lo que "se llevó a cabo una estrategia de alcance nacional". Sin embargo, el mismo material reunido sugiere otras lecturas posibles: donde los autores ven centralidad y eficacia del poder represivo, se tiene la sensación de una tosca superposición de múltiples poderes y jurisdicciones; antes que un plan sistemático, sorprende el absurdo o la arbitrariedad.
La dictadura cumplió con eficacia uno de sus objetivos estratégicos —la drástica reestructuración económico-social del país—, pero no supo ganar la batalla cultural y mostró allí un flanco débil. No se trata de minimizar los brutales efectos del poder militar, sino de sopesar sus logros en imponer un proyecto cultural, que sí existió ("El Proceso de Reorganización Nacional busca dar identidad a un país desorientado. Justamente lo que la obra destruye son nuestros valores, en definitiva los valores", dice un informe de Inteligencia centrado en la prohibida novela del peruano Vargas Llosa La tía Julia y el escribidor) pero se mostró poco efectivo.
Mientras el acotado mundo de los estrenos cinematográficos permitía que un personaje como Miguel Tato ejerciera una estricta censura, el universo de los libros ya circulantes, las nuevas ediciones y los que se importaban, era tan vasto que hacía virtualmente imposible el delirio panóptico del control total. Así, las decisiones de los funcionarios sorprenden tanto como sus omisiones: mientras autoras de literatura infantil como Elsa Bornemann y Laura Devetach sufrieron prohibiciones, mientras editoriales como Paidós o El Ateneo estaban incluidas en listados bajo sospecha de difundir bibliografía "marxista o con hasta un 50 % de marxismo" (sic), la mayor parte de la "literatura subversiva" no aparecía explícitamente censurada.
"Silencio Passolini", el acrílico pintado en 1978 de Carlos Alonso que ilustra la tapa del libro, no sólo refiere a los cercenamientos, las extirpaciones ejecutadas sobre el "cuerpo social", en particular sobre su boca, su capacidad de decir. También encierra una metáfora de la eficacia del terror en la perversa condición de la víctima: ésta tiene la mirada obnubilada, y una mano con guante de cirujano emerge de su propio cuerpo y colabora en la operación de silenciamiento y mutilación sobre sí misma. Porque el terror concentracionario (tomo el concepto de Calveiro) fue efectivo sobre toda la sociedad cuando obtuvo el silencio, la negación ("nosotros no sabíamos"), la autocensura, la fruición de destruir los propios libros, de quemarlos en la bañadera o enterrarlos en el jardín.