March 18, 2006

Esto lo encontré en...

el sitio de KC en español. Aquí transcribo un texto que me pareció interesante, enviado por Alberto Acosta el 5 de Abril de 2004

Guitar Craft en La Pampa 1994
Aquella mañana había empezado como cualquier otra. Había llevado a Sonia a su trabajo en el Diario, pasadas las 8, en el viejo y confiable VW Senda blanco. Pero, acto seguido, y tras el beso de despedida, no me fui a mi propio trabajo, sino hacia la ruta 5, en dirección al Este. En mi equipaje iban algunas ropas deportivas y mi flamante electroacústica Yamaha. Mi destino era Gándara, Provincia de Buenos Aires, donde Robert Fripp daría el primer seminario de nivel inicial en su doctrina, conocida como "Guitar Craft".
Era una mañana de otoño preciosa, de principios de abril de 1994, un viernes previo a Semana Santa. Había llovido últimamente, pero ese día estaba claro. El camino -en su mayor parte, desconocido- no me deparó mayores sobresaltos, salvo pasarme de largo en el cruce que lleva a Bolívar (a la altura de Pehuajó) y, cerca ya de Chascomús, perder un tiempo precioso tomando un camino de tierra intransitable, por confiar en el desactualizado mapa del ACA. 800 kilómetros de viaje en total. Pasadas las 4,30 de la tarde, y tras un breve y electrizante tránsito por la Ruta 2 -que comunica Buenos Aires con Mar del Plata- tomé el acceso que conducía a Gándara.

También aquí me pasé de largo, porque esperaba encontrar un pueblo. No había tal cosa. Gándara es apenas una estación de tren (pintoresca, por cierto), una fábrica de productos lácteos, y un viejo seminario católico, lugar éste donde tendría lugar nuestro curso. Tanto la estación, como la fábrica, como el seminario, estaban ya en franca decadencia.

Llegaba, casi, para la hora del té. Suponía, estúpidamente, que en esa ocasión tendría un prolongado diálogo con Fripp, por ejemplo, sobre las grabaciones ilegales de música, como el concierto de Peter Hammill que había venido escuchando en el pasacasetes del auto durante el viaje. Mentalmente iba construyendo un diálogo imaginario que, por supuesto, nunca se produjo.

Me esperaba algo bastante distinto -y más intenso- de lo que había imaginado.

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Había tenido noticias de Guitar Craft el año anterior, cuando, al regresar tras tres años en Escocia, mi amigo Rubén me prestó la biografía que sobre Robert Fripp había escrito Eric Tamm. El texto era interesante en su conjunto, sobre todo porque el autor es musicólogo, y por ende superaba el chismorreo habitual en una crónica de rock, para internarse en el análisis de la música. Pero la parte que más me había impactado del libro era, precisamente, la descripción de un curso de Guitar Craft al cual el autor había asistido como parte de su investigación para el libro. Ese relato me había conmovido tanto, que comencé a pensar seriamente en participar de uno de esos cursos, para lo cual descontaba que tendría que viajar a Estados Unidos. Por esa época viajábamos con alguna frecuencia. Estoy hablando de antes de que naciera nuestra hija Julia. Pero también era difícil conseguir información por entonces, en la era pre Internet, y el proyecto estaba bastante lejos de concretarse.

Yo le había comentado estos deseos a Sonia. Estaba viviendo una época extraña. Me sentía muy absorbido y embrutecido por mi trabajo, y muy poco satisfecho en mi parte creativa. No tocaba la guitarra seguido, ni componía. Había escrito ya mi primera novela, y descubierto el placer de componer un texto extenso y publicarlo, pero extrañaba la sensualidad de la música. Gastaba muchas energías en no subir de peso (en marzo de 1994 pesaba unos 73 kilos, casi ocho menos que ahora) y sentía un malestar latente que -luego supe- se debía entre otras cosas a la ansiedad por la espera de Julia.

Fue Sonia quien vino con la noticia de que se iba a hacer un curso de Guitar Craft en Argentina. Lo había leído no sé donde. Yo casi no lo podía creer. Para postularme, sólo tenía que enviar una carta por fax a Hernán Nuñez, un argentino que vivía en Alemania y llevaba varios años trabajando en el sistema Fripp. Mi carta debía responder a dos o tres preguntas muy sencillas -del tipo ¿quién soy? ¿por qué quiero hacer este curso?- que tenían el objeto de ralear la concurrencia de tilingos. Supuestamente la selección la realizaría Fripp en persona, quien no deseaba verse rodeado de una cohorte de idólatras, sino de gente con serias ganas de trabajar. Por este motivo, además, no era necesaria experiencia previa como guitarrista, pero sí un dominio fluído del inglés.

Una noche de febrero recibí el llamado de Hernán comunicándome que había sido seleccionado para hacer el curso. Mi primera reacción fue de duda, porque la fecha establecida para el curso terminó coincidiendo con un viaje que veníamos programando con Sonia. Le pedí tiempo para decidirme, a lo cual -por supuesto- me contestó que no contaba con ese lujo. Finalmente me decidí, impulsado por Sonia. Hoy me pregunto qué clase de imbécil se postula para un curso para luego echarse atrás cuando lo seleccionan. Pero esa pregunta está mal formulada. Mejor, debería preguntarme qué me producía ese evidente miedo. Posiblemente fuera el separarme de Sonia, con quien por entonces componíamos una pareja bastante simbiótica. Posiblemente el apego a la rutina y al trabajo, al que debería faltar casi una semana. Pero por sobre todo -me contesto, hoy- tenía miedo a vivir una experiencia que socavara los endebles cimientos de mi sistema de vida.

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Mi primer contacto con Fripp se había producido en 1978, cuando tras varias visitas a la disquería, y tras desearlo de una manera bastante intensa -como suele ocurrir con esos metejones adolescentes- pude emplear mi poco dinero en comprar "A young person's guide to King Crimson", una especie de "grandes éxitos" del grupo de Fripp, seleccionada por él mismo. El disco doble, de hermosísima tapa, venía con un extenso libro donde se incluían fotos de las distintas etapas y crónicas periodísticas, algunas de las cuales eran francamente disvaliosas para el grupo. Entonces no podía comprender por qué Fripp las había seleccionado. Hoy supongo que acaso fuera para reflejar la estupidez y el rigor anal de la prensa musical británica.

La música de King Crimson me fascinaba, más que gustarme. En esa época escuchaba casi exclusivamente el llamado "rock sinfónico", y realmente mis grupos favoritos eran los que tenían una más evidente conexión con la música clásica del siglo XIX, como Yes o ELP. KC me parecía un grupo de melodías y arreglos algo simples. Las partes instrumentales de "21th Century Schizoid Man" me dejaban frío. Me desconcertaban un poco los constantes cambios en la música, algunos elementos de jazz (los instrumentos de viento, poco comunes en el rock de entonces) y otros condimentos entonces indefinibles, que hoy se identificarían con la llamada "world music", especialmente africana.

De Fripp como guitarrista no tenía muy en claro dónde estaba la genialidad. No me impresionaba su velocidad. Pero sí lo había escuchado hacer el solo de guitarra más extraño (sigue siéndolo hoy), en el tema "Ladies of the road", un anticlímax total, una cosa aparentemente chapucera, que cuando terminaba parecía un orgasmo.

Sabía que tras desbandar el grupo, Fripp se había recluído en un monasterio, o algo así. Lo cual no dejaba de parecer una excentricidad bastante rockera, como el período de Los Beatles en la India. Por otra parte, yo tenía una leve noción sobre las enseñanzas de Georges Gurdjieff, a través de "El retorno de los brujos" (que tampoco leí entero), pero entonces no había hecho conexión alguna entre ambos datos.

Lo cierto es que en aquel período de reclusión, y bajo el tutelaje de un discípulo de Gurdjieff, Fripp comenzó a pergeñar la idea de utilizar la disciplina guitarrística como una herramienta para el trabajo sobre la propia persona. Para -digamos- el "crecimiento espiritual". De eso se trata Guitar Craft.

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El edificio del Seminario de Gándara tenía la típica estructura: dos plantas, construídas en anillo, de modo que todas las habitaciones dieran a una gran plaza central. De un lado, arriba, estaba el ala de dormitorios dobles y los baños comunes, y abajo estaban el comedor y las salas de trabajo. El estado general era de cierto abandono, pero era un lugar perfecto para lo que nos proponíamos hacer. Aparentemente el grupo que trabajó en el lugar antes de nuestra llegada para acondicionar las instalaciones, tuvo que esmerarse en limpiar el desastre que había dejado un equipo de producción cinematográfica que había estado filmando. Recuerdo haber oído mencionar que se había consumido cocaína a raudales en esa filmación, pero no sé cómo habían obtenido esa información. Aclaro desde ya que las drogas estaban hiperprohibidas en el curso, y que las comidas no incluían alcohol ni carne de ningún tipo.

Al comenzar esa semana, la tomaba como una especie de retiro espiritual. Ayudaba a ese clima la austeridad de la propuesta. Además de las restricciones alimentarias, había que abstenerse de tocar la guitarra durante la semana previa. Luego, en el curso, habría otras varias privaciones: imposibilidad de comunicarse con el exterior o de abandonar el predio, períodos de silencio general, y restricciones de conducta que se imponían de una forma tan efectiva como invisible. No lo recuerdo expresamente, pero creo que tampoco eran consideradas aceptables las actividades sexuales de cualquier tipo.

A poco de llegar conocí a los tres Gauchos Alemanes, el propio Hernán, Fernando Kabusacki y Martin Schwutke, quienes además de constituir un grupo musical, eran -por su larga trayectoria en Guitar Craft- los asistentes directos de Fripp a lo largo del curso. Había otros asistentes. Bill Ford, hasta entonces, algo así como el "presidente" de GC, una instructora en la Técnica Alexander, y otros dos viejos asistentes a estos cursos, uno yanqui (Robert, agente de seguros, modesto, suave y muy cooperativo) y otro brasileño (cuyo nombre no recuerdo, sí que era paulista, alto y algo amargo).

Hoy me avergüenzo un poco de no recordar el nombre de algunos de mis compañeros de curso, con los que tuve una relación bastante intensa. Recuerdo, sí, a las celebridades: María Gabriela Epumer, ya entonces conocida como guitarrista de Charly García; Uki Goñi, un periodista de nota, con varios libros publicados; un par de miembros del grupo Rael, que nunca escuché pero que conocía de mentas, como émulos de Génesis. Había gente de todo el país, incluso un chileno y una brasileña.

La mayoría de los asistentes llevaban el uniforme de Guitar Craft: una rigurosa acústica Ovation, que yo me había resistido a comprar, por el precio y por lo impuesta. Algunos habían llevado guitarras que daban pena. Otros se la pasaban lustrando sus lujosas naves. Era una fauna variopinta, incluyendo algunos que nunca habían tocado la guitarra. Todos habíamos debido afinar nuestras violas en el "new standard tuning" creado por Fripp: una afinación novedosa, básicamente en intervalos de quinta (como un violín) con la excepción de la prima y la segunda cuerdas, a las que separaba una tercera. El sonido era extraño, pero orgánico. Los acordes, marcianos. La sexta cuerda bajaba del MI al DO. La quinta, del LA al SOL. La cuarta se quedaba cómodamente en su RE. La tercera subía del SOL al LA, la segunda, del SI al RE, y la prima, si no se cortaba antes, subía del MI al SOL (una tercera arriba).

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No recuerdo demasiado de esa primera tarde. Estaba cansado y ansioso. Recuerdo una primera charla con Hernán, en la que me preguntó por mi largo viaje, a lo que contesté con una preparada y pedante frase en inglés: "It is impossible to achieve the aim without suffering" ("Es imposible alcanzar una meta sin sufrimiento"), tomada de un discurso de Bennet (el maestro de Fripp) y sampleada por éste en el tema "Exposure" del disco homónimo.

Recuerdo también la primera vez que ví a Fripp, mientras tomábamos el te, lo cual me dejó un poco paralizado. Estaba un poco más gordo de lo que yo recordaba haberlo visto en fotos. Parecía propiamente un cura. Vestido de negro, con un saco de cuello Mao, y una expresión distante y algo dura, que no sabía si atribuir a su lado espiritual o a su lado británico.

No importa cómo se prepare uno para ese momento desde lo intelectual. Inevitablemente uno procede como un tilingo. Fripp no era sólo una celebridad. No era sólo un guitarrista monstruoso. Era, además, un ídolo de la adolescencia. Y últimamente, una autoridad espiritual, aparente poseedor de una verdad, de un sistema para vivir tan relajado como atento, manteniendo la creatividad y la compostura. Un superhombre.

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La congregación de la gente fue trabajosa, y hubo varios tardaron mucho en arribar. Eso hizo que perdiéramos toda la tarde. Algunos aprovechamos para relajarnos, y pasear por los alrededores. Seguía vigente la prohibición de tocar la guitarra, de modo que entre la llegada y la cena no hubo más remedio que alternar con el personal. En total habríamos unas treinta personas en el seminario, de las cuales unas seis o siete eran mujeres. Una de ellas era Bettina, la mujer alemana de Hernán, con su pequeña bebita Sissy, uno de los bebés más hermosos y tranquilos que haya conocido. Bettina es médica, de modo que se ocuparía de nosotros si había algún problema de salud.

Cuando llegó la hora de la cena, ya éramos una congregación bastante ruidosa e informal, hablando de todo un poco. Fripp se sentó a la mesa, pero prácticamente no habló una palabra. Parecía molesto. Y de hecho lo estaba, tal como nos hizo saber en su charla tras la comida. Ya estaba prevenido sobre el carácter argentino, ruidoso y poco disciplinado. Pero se quejó especialmente de las tardanzas. Su autoridad se hizo sentir, suavemente, desde el primer momento.

En ese primer encuentro, en un amplio salón, con pisos de parquet, fuimos contando, cada uno de nosotros, quiénes éramos, de dónde veníamos, por qué habíamos pedido participar del curso. En general, balbuceamos algunas cosas más o menos grandielocuentes sobre nuestra vocación artística, grandes abstracciones y bastante poco en concreto. Hubo un pibe que sugirió que, como parte del equipo de la cocina, era su meta el ser "helpful" (de ayuda) para el resto de los "crafties". Esta palabra tocó una fibra en Fripp, quien de inmediato le sugirió que no tratara de ser tan "helpful". El prefería que estuviera simplemente "available" (disponible). El maestro nos estaba regalando su primer proverbio, de una larga serie. Le preguntamos cuál era la diferencia entre una y otra actitud, y contestó con un ejemplo, el de un alumno de GC que lo había ayudado una vez en el traslado desde Heathrow hasta su casa en Londres, y que había colocado un duro estuche de guitarra sobre una delicada mesita italiana, arruinando el esmalte. No había nada de malo en la intención de ayudar -subrayó-, pero había que "ayudar" cuando y como fuere necesario, sin exagerar ni tomarse atribuciones. Toda acción, en Guitar Craft, tiene una medida que no debe sobrepasarse: "Se puede tocar cualquier nota, siempre que sea la correcta".

Allí fue cuando nos invitó a la que sería la primera actividad formal del curso, a la mañana siguiente, a las siete en punto, en ese mismo lugar. "Aquí los estaré esperando para 'hacer nada' con ustedes" -dijo, inaugurando el humor. Pero fue muy específico en que debía haber puntualidad total, "de lo contrario esta puerta se cerrará, no podrán entrar, y ese momento lo habrán perdido. Se habrá ido... para siempre".

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Es sorprendente cómo en circunstancias excepcionales el cuerpo responde. Yo venía de un período de bastante desgano, de dificultades para levantarme a la mañana. El primer día del curso, sin embargo, ya había establecido la disciplina que seguiría ciegamente: despertarme a las seis y media, bañarme, cepillarme los dientes, y llegar a tiempo al salón para lo que pasó a ser denominado "El acto de hacer nada".

El acto en cuestión resultó, al principio, ser una verdadera tortura. Nos sentamos todos en el suelo, con la luz apagada, y efectivamente no debíamos hacer nada, ni movernos ni hablar. Se suponía que había que relajarse, pero yo no tenía idea de cómo hacer tal cosa. Estar sentado en el suelo me resultaba muy incómodo, y no encontraba forma de tener mi columna en una posición que no me molestara al cabo de un tiempo. Había, por supuesto, una sensación muy especial de estar allí todos juntos (casi todos, en realidad, ya que hubo algunos remolones) en silencio, compartiendo un momento tan extraño, tan temprano.

Puedo recordar casi físicamente la sensación de todos esos cuerpos quietos, respirando profundamente y vibrando de una manera muy especial. Como si antes de compartir la música, debiéramos compartir el silencio. Casi todas las actividades del curso consistirían en ciclos parecidos, con momentos de actividad y de inactividad, como quien se prepara para lo siguiente. Muy zen.

Tras media hora exacta, arrastramos como pudimos nuestros cuerpos entumecidos hacia el comedor, para desayunar. El clima había cambiado notoriamente. No había estridencias, y había descendido bastante el volumen de las conversaciones. Las mesas largas estaban unidas en una gran U, a cuya cabecera se sentaría, de aquí en más, el maestro Fripp. En la puerta del comedor estaba anotada la agenda del día. Sobre las ocho y media de ese primer día, tendríamos por fin la oportunidad de cortar nuestra abstinencia con la guitarra.

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Es notable cómo la prohibición genera automáticamente el deseo. En mi caso, había pasado largos períodos (a veces, meses) sin tocar la guitarra. Pero bastó que se me indicara que por una semana no debía hacerlo, para que me surgiera un ansia incontenible.

Tengo desde siempre un tic nervioso: el frotarme los dedos de las manos entre sí. En esos días de no tocar, debo haber estado al borde de lastimarme la piel de los dedos de tanto practicar ese vicio solitario.

Pero toda espera tiene un final, y, concluido el desayuno de aquel primer día, poco después de las 8,30, nos reunimos en otro salón, más amplio, con nuestras guitarras, formando un círculo.

También el círculo y la línea tienen un rol importante en la disciplina de Guitar Craft. Nos sentábamos en esas viejas sillas de madera, dejando un gran espacio en el medio, de modo tal que todos podíamos vernos las caras en todo momento, como en un fogón. Cuando nos movíamos, debíamos hacerlo en fila, como una "serpiente" (tal la expresión del propio Fripp) en la cual cada segmento se desplazaba armónicamente, sin sobrepasar al otro ni detenerse.

La consigna de aquel primer día fue la siguiente: que cada uno eligiera una nota, y sólo una. Que la eligiera mentalmente, mucho antes de haberla tocado. Y luego, "a la voz de áhura", cada uno debería interpretar esa nota tantas veces como lo deseara, con la fuerza y la frecuencia que la nota se lo exigiera.

No recuerdo realmente qué nota elegí, creo que fue una nota aguda, que toqué con mucho sentimiento y placer. Pero el mayor placer no me lo proporcionó mi pobre notita, sino el espectacular sonido que produjimos todos nosotros tocando a la vez. Algunos habían elegido notas muy graves, que interpretaban también con morosa gravedad; otros tocaban notas imposiblemente agudas a una gran velocidad. El sonido total, al que luego comenzaría a habituarme, era impresionante. Las orquestas de guitarras acústicas tienen un sonido ronco, casi como de clavicordio. La sensación de estar todos juntos tocando, mirándonos unos a otros, era indescriptible. Especialmente, porque no parecíamos ser un montón de ejecutantes que tocaban juntos improvisadamente, por primera vez: sonaba como un solo instrumento.

Estuvimos un tiempo considerable en esa interpretación, sin que el sonido decayera. Pero en algún momento, quizá sobre los cinco o los diez minutos, ante una invisible guía de Fripp (o Robert, como comenzamos a llamarlo en confianza) esa pieza improvisada comenzó a languidecer y extinguirse. Tras ese leve final, extrañamente sincronizado, se produjo un espontáneo momento de silencio. En nuestro interior, seguía vibrando ese recién descubierto sonido conjunto. Me pareció un momento muy intenso, pero no sería nada comparado con los que viviría después en esa semana.

Acto seguido, comenzamos a ser instruídos en los primeros ejercicios de técnica guitarrística. El primero de ellos, sumamente simple, consistía en tocar en forma ascendente, contra el metrónomo, las cuatro notas que de cada cuerda surgían al digitar sucesivamente con el índice, el mayor, el anular y el meñique. Se empezaba desde la sexta cuerda, primer espacio, hasta llegar a la primera cuerda, donde tras ejecutar esas cuatro notas, el dedo índice subía un semitono y se repetía la misma figura, esta vez desde el segundo espacio, para ahora descender hasta la sexta cuerda. Con este procedimiento se podía recorrer todo el diapasón.

Este pequeño ejercicio, no exento de musicalidad, tenía sus trucos. Primero, el tempo, que nunca ha sido mi especialidad: había que tocar contra el metrónomo, y no perder ese tempo en los cambios de una cuerda a otra. El otro secreto era que los cuatro dedos debían formar un dibujo armónico, y no cambiar de cuerda sino los cuatro juntos, una vez ejecutada en su totalidad la figura.

Establecidos estos principios fuimos dispensados, dejados a nuestro arbitrio, para practicar nuestro ejercicio. El resto de la mañana, hasta el almuerzo, sería dedicado a las entrevistas individuales que cada craftie tendría con el director del seminario.

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En la precisa y milimétrica agenda del día, a partir de las nueve se preveían encuentros individuales con Robert, en una pequeña habitación. Cada uno de nosotros debió elegir su horario, anotarse, y luego concurrir con puntualidad británica, con o sin la guitarra. Este era un detalle no menor, una libertad que hasta parecía incongruente con el espíritu general del seminario, donde la disciplina estaba en primer lugar.

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A mi turno, me presenté sin guitarra. Según le expliqué al ingresar, "No estoy teniendo una buena relación con mi guitarra, y no quiero que ella interfiera en esta conversación", comentario que cumplió su objetivo de divertir a Fripp, y romper el hielo. Él contestó algo así como "Si, ella puede ponerse muy difícil cuando se decide a hacernos la vida imposible". Creo que parte de su diversión era por mi decisión de adjudicarle al instrumento el pronombre femenino ("she") cuando normalmente a los objetos se les despacha con un pronombre impersonal ("it"). La idea de la guitarra como mujer no parece ser un concepto muy común en el mundo anglosajón.

Los cinco minutos del encuentro me parecieron realmente brevísimos. Recuerdo haber hecho toda una perorata sobre mis motivos para hacer el curso de Guitar Craft, sobre las limitaciones de mi vida profesional para darle un lugar al arte, todo en un tono un poco intelectual y pomposo, del que espero haberme desembarazado un poco en todos estos años.

En algún momento mencioné mis lecturas sobre Guitar Craft, y cómo había acariciado la idea de hacer la experiencia, incluso pensando en viajar especialmente a esos fines, ya que la idea de un curso en Argentina no me entraba en la cabeza.

-¿Dónde leíste sobre Guitar Craft? -me preguntó.

-En el libro de Eric Tamm -contesté, no muy seguro. Tamm asegura que Fripp estaba muy poco entusiasmado con la idea de ese libro, o de que se escribiera una tesis sobre él.

-El capítulo sobre Guitar Craft es el mejor de ese libro -aseguró, con razón. En ese capítulo se narran las vivencias personales de Tamm en un curso llevado a cabo en Virginia. El resto del libro, en cambio, es una mezcla de biografía y análisis musicológico, bastante competente pero sin mucha sangre.

La conversación no abarcó muchos otros temas. Sobre el final, yo intenté formular la gran pregunta, que más o menos giraba en torno a cómo estar relajado pero atento al mismo tiempo, cosa que a mí me parecía impracticable. Toda mi vida no había sido más que una sucesión de momentos de gran frenesí, seguidos por otros de dolce fare niente. Su respuesta, como buen maestro zen, no pudo ser más enigmática:

-Practica estos pequeños ejercicios de guitarra. Las respuestas llegarán a su tiempo.

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Eso fue lo que hice, ocupando en ello la mayor parte del tiempo que duró mi estadía en Gándara. Pronto comenzaron a dolerme las yemas de los dedos. Pronto también descubrí el alto costo de mi posición de espalda encorvada. Para ese problema, como para tantos otras manifestaciones de la mala relación que tenemos con el cuerpo, el curso incluía clases de la llamada "Técnica Alexander", un sistema ideado por un cantante que un buen día se quedó sin voz, y comenzó a estudiar las causas que lo llevaron a ese estado. Incluye una serie de ejercicios, parecidos a las asanas del hata yoga, y tiene mucha relación con la idea central de relajación-atención que campeaba en el curso. Nuestra instructora, intérprete de viola, era dueña de un carácter tan afable como firme, y sus enseñanzar me resultaron muy útiles, excepto porque no tuve forma de continuar con la Técnica Alexander por no haber instructores en Santa Rosa.

A la tarde, antes de la cena, había otro encuentro grupal, donde dialogábamos sobre nuestros progresos con la afinación y los ejercicios, y donde se nos iban impartiendo nuevas consignas de trabajo. A la noche, raramente pasaban las 11 que ya estaba dormido como un bebé. Dedicábamos largas sesiones a charlar sobre las ventajas de la nueva afinación, y cada uno exponía su sensación particular. Nadie, por supuesto, se animaba a criticarla, a lo sumo mostraban su extrañeza. María Gabriela comentó que a ella le había traido inspiración. La mayoría se preguntaba cómo iba a proceder en el futuro, si iban a mantener esa afinación en forma permanente en su guitarra. Yo arriesgué que lo mejor era tener una guitarra (la acústica) con esa afinación, pero mantener la afinación tradicional en la española, por ejemplo. En determinado momento, Fripp cortaba las divagaciones, cuando consideraba que se alejaban de los objetivos del curso. Desde el primer día, como estábamos relajados y a gusto, nos habituamos a no interrumpirnos al hablar, a sentarnos en círculo derechitos con nuestras guitarras en la falda, y a sentirnos intensos.

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El día domingo se produjo mi segundo -y último- encuentro individual con Fripp. Esta vez fui con mi guitarra, pero cometí el error de llevar otro artículo conmigo. Mi amigo Rubén me había pedido que tratara de conseguirle un autógrafo de Fripp en la tapa de su edición de "In the Court of King Crimson", el primer disco del grupo. Si hubiera sido cualquier otro me hubiera negado, porque francamente no sabía cuál podía ser la reacción del maestro. Pero ahí estaba yo, tratando de explicarle que "un amigo" me había pedido ese favor, y que si no tenía problema en hacerme una firmita.


- Esto obviamente no forma parte del curso, pero estos son tus cinco minutos, así que si ésta es la forma en que querés desperdiciarlos, allá vos -me contestó, bastante cortante.


Grave error. La clase de guitarra, con ese clima inicial, se transformó en un petit inferno. Fripp destruyó mi falta de tempo, aunque yo bromeara que era mi particular interpretación del "swing" (yeah, groovie, concedió él sin mucho entusiasmo). Me preguntó: "¿Vas a seguir este metrónomo? porque si no, más vale que lo apaguemos". También se concentró en anatemizar la postura de mi mano izquierda sobre las cuerdas, y en cómo los dedos no se movía juntos, sino que siempre el índice trataba de adelantarse a los otros buscando la siguiente cuerda, lo cual atribuyó al temperamento ventajero de los abogados (las experiencias de Fripp con los hombres de ley no son muy buenas). Cuando la carnicería se estaba tornando un poco cruenta, busqué distraerlo preguntándole por la posición de mi mano derecha sosteniendo la púa, pero él disipó la cuestión rápidamente:


-Your right hand is a bag of worms -me espetó: "tu mano derecha es una bolsa de gusanos".


Antes de darme cuenta, mi tiempo había terminado, y había otro alumno ingresando al cuarto. Antes de irme, Fripp señaló el disco que había quedado sobre la cama, recomendándome:


-Don't forget your "very first" one -"no te olvides de tu primera edición", en alusión a que yo había comentado que ese disco era de la primera camada editada en Argentina, empleando una terminología de coleccionista que probablemente estuviera fuera de lugar. Noté que decía "tu" disco, como poniendo en duda que la firma fuera para un amigo, lo cual por cierto no hizo sino mortificarme un poco más.


Pasé el resto de la mañana practicando los ejercicios, caminando por el parque. Por fortuna, en lugar de deprimirme y largar todo (para lo cual hubiera hecho falta no poco esfuerzo) opté por acatar la lección, y dedicarme a tocar la guitarrita, ya que ese era el objetivo del curso, y nadie me había obligado a aceptarlo.

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Para ir al curso, había debido cancelar un viaje de una semana a San Martín de Los Andes, que habíamos programado con Sonia, y al que nos acompañarían mi hermana Diana y su marido John. Finalmente fueron ellos solos, para luego pasar de vuelta por casa, y quedarse unos días en Semana Santa. Fue todo un gesto de parte de Sonia el sacrificar ese viaje para que yo pudiera hacer el curso.

Esos pensamientos me asaltaron esa siesta del domingo, tras mi mala experiencia con Fripp. Los domingos suelen ser deprimentes, y en esta ocasión, como en una capilla aledaña al monasterio había misa, a esa hora el maestro ordenó guardar silencio, como una señal de respeto a los fieles. Esa hora que estuve callado, mirando hacia el parque, recordando a Sonia -a quien no podía siquiera llamar por teléfono-, se me hizo una verdadera tortura. Me llenó una tristeza profunda, agobiante. Sin embargo, el silencio demostró tener algún poder curativo, ya que parte de mi problema en el curso era la compulsión a verbalizar y a intelectualizar todo. Evidentemente, muchas de las cosas que me estaban ocurriendo estaban más allá de las palabras.

Una de esas cosas era mi encuentro con la autoridad de Fripp, que me resultaba innegable -tanto por su legitimidad como por su ejercicio efectivo- pero que me costaba aceptar, por un problema general para con el principio de autoridad.

Creo que fue en mi primera clase de Técnica Alexander, que la instructora intentaba vanamente ponerme derecho y hacerme caminar en forma armónica, en círculos, con conciencia del espacio que me rodeaba (ni mi cuerpo está derecho, ni camino bien, y por cierto que cuando lo hago suelo estar bastante abstraído del entorno). Mientras caminaba en círculos, sintiéndome un poco ridículo, la instructora me pidió que mirara alrededor mío en la sala, a medida que me iba moviendo en el espacio, y que fuera consciente de los objetos a mi alrededor. Justo en ese momento pasaba frente a una pared donde colgaba el retrato de algún papa obeso y vestido en forma recargada. Comenté: "no me gusta todo lo que veo", a lo cual ella respondió secamente: "no necesito tus comentarios, sólo que te comprometas con este trabajo". Gulp.

Luego hablé con ella mis problemas con la autoridad, que ella atribuía a mi condición de hombre adulto y autosuficiente, poco dispuesto a ser llevado de vuelta al jardín de infantes (recuerdo también que comentó que se daba cuenta por mi postura de que pasaba mucho tiempo frente a una computadora). Le contesté que también ese problema de autoridad era parte del carácter nacional argentino, por los continuos abusos que habíamos recibido los ciudadanos, a diferencia de los británicos, donde la autoridad parece discutirse poco y nada.

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Ese domingo fue el único día triste para mí. La mayor parte del tiempo se respiraba en el curso un ambiente de serena alegría. Podíamos comprobar que, como la definiera Fripp, la música es una presencia benevolente que acude a nosotros cuando estamos listos para percibirla. El trabajo intenso con el instrumento, a más de producir el placer del sonido, movía a otros, tales como el de la disciplina y la alegría del trabajo.

Uno de los momentos de mayor alegría y distensión se producía a la hora de las comidas principales, donde se reunían todos los participantes, y donde comenzó, de a poco, a haber números musicales interpretados por distintas agrupaciones, más o menos espontáneas. Los que primero abrieron el fuero fueron Los Gauchos Alemanes, que tenían un repertorio armado y estaban realmente filosísimos. Incluso un día se les sumó el propio Fripp, en un tema clásico de Guitar Craft que lamentablemente sólo está disponible en un casete ("Get crafty!") hoy agotado. Yo quedé tan impresionado por esa canción y su ejecución, que no pude seguir comiendo. Cuando los Gauchos vinieron a tocar en Santa Rosa un par de meses después, en recital que organicé, sobre el final de la actuación salieron al hall del teatro -donde yo recontaba entradas y vendía discos de la banda- para ejecutar, en mi honor, precisamente ese tema.

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El día lunes continuó con la amable rutina: el acto de no hacer nada, el desayuno, los encuentros grupales, los ejercicios con la guitarra. A esta altura nos habíamos disciplinado todos bastante, con excepción de un par de miembros del curso que parecían arrastrar problemas personales, o que acaso habían violado la prohibición de consumir drogas. Fripp mismo se encargó de señalar que cosas extrañas por estilo estaban ocurriendo. Hasta habló de ello como quien se refiere a presencias espirituales maléficas. No sólo mencionó las drogas, sino también la masturbación, mención que a mí me parecía muy extraña, ya que si algo le faltaba a ese curso era sexo. Era todo tan espiritual que -en mi caso- el impulso sexual parecía haberse retraído. Mis recuerdos de Sonia eran melancólicos, o teñidos de sentimientos de agradecimiento, o de proyecciones sobre cómo sería nuestro reencuentro. Pensaba también, a cada nueva experiencia, cómo se la contaría al volver. Había llevado conmigo un pequeño anotador para registrar las distintas experiencias, pero al cabo sólo anoté algunas de las frases más impactantes de Fripp. Por ejemplo, cuando se refirió a nuestras defectuosas posturas corporales y a la desconexión que revelaban entre el espíritu y el cuerpo, se refirió a este último como "ese animal en cuyo interior vivimos". Una descripción que aún hoy me parece bella y conmovedora. Siempre me han gustado los animales, pero no siempre he estado en paz con mi cuerpo, como revelan -por ejemplo- las letras de algunas de mis canciones ("Creo que hacía mil años que mi cuerpo ya no me hablaba").

Muy poco nos reveló Fripp sobre su sistema de creencias espirituales. Aparentemente por estar en el primer nivel de la disciplina, sólo nos estaba dado conocer los ejercicios y su técnica, pero no su fundamento. Cada vez que solicité alguna explicación obtuve una respuesta enigmática. Pero es claro que Fripp cree en la existencia de seres espirituales, y acaso la música deba ser incluída en esta categoría. Cuando un día nos visitó el párroco del pueblo, cuando dimos una pequeña exhibición, se trataron mutuamente como dos colegas. El cura, dicho sea de paso, estaba impresionadísimo con nuestro comportamiento, y con la música que interpretamos (en general producto de improvisaciones más o menos dirigidas) que se le antojó "celestial". Creo que esas fueron sus palabras textuales.

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Creo que fue el propio lunes que Robert nos anunció, tras la práctica comunitaria matinal, que como parte del curso debíamos formar grupos -según nuestras preferencias y afinidades-, preparar un tema musical, y ensayarlo para una presentación con público, para lo que contábamos con dos días. La noticia cayó como una verdadera bomba. Atiné a preguntarle, en broma, si esa propuesta era parte de las técnicas de relajación, a lo que me contestó: "contame después del miércoles".

Realmente, para mí no había sido una sorpresa, porque Eric Tamm describía en su libro una situación parecida. Ello no aminoró en nada mi pánico, porque realmente no había trabado mayor relación musical con los otros crafties en tan poco tiempo.

Terminé formando parte del grupo menos glamoroso de todos. Dos de sus integrantes (un chico y una chica) carecían por completo de experiencia previa en guitarra, y no se les podía encomendar siquiera una parte musical sencilla. Los otros dos miembros (conmigo éramos cinco) eran chicos bastante más jóvenes que yo, y por ende mucho más imbuídos en el mito del "guitar hero" y la utilización de la guitarra como arma sexual.

Que hayamos podido componer en conjunto una pieza coherente, con un desarrollo lógico, con pasajes de alguna belleza y con la participación efectiva de todos, me parece aún hoy un pequeño milagro que sólo puedo adjudicar al estado espiritual creado por los tres días de trabajo que ya llevábamos.

La pieza final fue un pequeño estudio en sol mayor, en compás de cuatro. Los dos chicos sin destreza, se dedicaron a tocar un ostinato de sol en la primera cuerda, marcando los cuatro tiempos del compás, interpretación en la que pronto comenzaron -pese a lo económico de la nota- a seguir el tono general de la pieza y sus matices. Los otros tres miembros del grupo (no puedo recordar qué nombre le pusimos) aportamos algunas ideas melódicas que fuimos acoplando poco a poco. El tema comenzaba con una presentación de arpegios en dominante y tónica, seguía con un contrapunto al que se sumaban las tres guitarras solistas de a una, había un momento central con una armonía de acordes bastante ricos (las tres guitarras tocaban los mismos acordes, aunque en distintas inversiones y alturas) para concluir en un nuevo contrapunto, esta vez más frenético. El acorde final era el viejo sol mayor, pero con alteraciones de séptima y novena, lo cual le daba un toque Beatle parecido al final de "A hard day's night".

Hicimos una presentación previa del tema en la reunión grupal del lunes a la noche, donde la interpretación fue muy mala, pese a que habíamos trabajado varias horas en el asunto. "Todo lo que hemos visto hoy es trabajo en progreso", dijo Robert, para tranquilizarnos. Es interesante ver cómo cada uno de los subgrupos había optado por distintas formas musicales, producto de las inclinaciones individuales de sus miembros. Uno de los grupos (liderado por un chileno) había compuesto una canción bastante standard, donde una guitarra solista tocaba una melodía casi pop, acompañada por los arpegios que ejecutaba el resto de la banda. El grupo de María Gabriela había acometido una especie de milonga bachiana. En general, todos tendían a hacer estudios basados en arpegios, y pocos intentaron, como nosotros, las posibilidades armónicas de los acordes.

Esa noche Fripp nos divirtió con sus excepcionales dotes de narrador oral. Recordó una experiencia similar durante un curso en EEUU, donde los crafties habían sido llevados a tocar en un bar de mala muerte en el pueblo más cercano. "El público -contaba divertido- era poco sofisticado. Gente que no presentarías a tu madre. Ciertamente no a tu hermana. Probablemente ni siquiera a tu padre". En nuestro imaginario aparecían los leñadores y marineros de rostro poco amigable, de pocos dientes, en la oscuridad y en medio de una espesa capa de humo, eructando sobre los afeminados crafties con sus guitarritas y su música incomprensible.

Lo nuestro estaba destinado a ser mucho menos agresivo (o menos zen). El público sería gente del pueblo, de la parroquia, más algunos periodistas muy selectos que vendrían de Buenos Aires, entre los que se encontraba Alfredo Rosso.

Uno de los miembros originales de nuestro grupo (Pablo Mandel, quien luego siguió vinculado a los Gauchos como diseñador gráfico de sus discos y como asistente en las giras) percibió el aroma a fracaso y, sin siquiera alegar diferencias musicales, se fue a integrar otro grupo, cuyos miembros hasta el momento eran cuatro chicas. Juntos hicieron su presentación bajo el nombre de "Pablo y sus florecillas", nombre que a Fripp casi le provoca vómitos, pero que luego empleó para contar otra anécdota graciosa.

Se trata de un chiste bastante conocido, sobre el creyente devoto que año a año le pedía a Dios que le permitiera ganar la lotería. En el relato de Robert, el protagonista del cuento era el jardinero Pablo, quien dedicaba toda su devoción a su jardín, aún cuando sus florecillas se burlaban continuamente de él, llamándolo "fertilizante" y cosas por el estilo. El final del cuento es conocido: tras varios años de plegarias, el jardinero Pablo finalmente escucha la voz de Dios desde el cielo, quien le recomienda que, si quiere ver satisfechas sus oraciones, compre de una buena vez el maldito boleto de lotería (Buy the bloody ticket!!). Pero la moraleja del narrador, inesperada, nos llevó a otras meditaciones:

-¿Se dan cuenta? Tenemos que ayudar a Dios. Tenemos que comprar el boleto.

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Para nuestra presentación en público, Fripp nos instruyó también sobre los principios de la serpiente, animal al que adjudicaba un componente positivo, lo que me lleva nuevamente al origen oriental del pensamiento guitarcraftístico (por oposición a la serpiente judeo cristiana, que es una de las caras del demonio).

Debíamos concebirnos todos como segmentos o partes de una gran serpiente, que se mueve con la gracia y la implacabilidad de ese reptil. Caminar todos al mismo ritmo, sin sobrepasarnos, sin hablar, relajados, y deslizarnos por el terreno hasta reposar en el círculo de nuestras sillas. Así sería nuestro ingreso y egreso del salón donde tendría lugar la performance. Cabía una responsabilidad especial a quien iba adelante, haciendo las veces de "cabeza" de la serpiente. Por azar, en ese lugar había quedado nuestra compañera de Sao Paulo, quien se declaró indigna del puesto, e invitó a otra persona a ocuparlo. Fripp le dijo que esa actitud suya era la mejor prueba de que era la persona adecuada para cumplir el rol.

Sin embargo, momentos antes de entrar a la sala, el día del concierto, cuando esperábamos formados en serpiente en una de las galerías, uno o dos de los "chicos problema" del curso comenzaron a romper la formación, sentándose aparte y haciéndose notar, para nerviosismo de nuestra pobre cabeza de serpiente. Fue solo un instante, y estábamos todos tan compenetrados con lo que iba a pasar, que no pasó a mayores.

Finalmente ingresamos. Nuestra entrada fue perfecta. Nos sentamos todos al mismo tiempo, en círculo, rodeando a nuestro público que nos espreaba sentado sobre almohadones en el centro. El concierto comenzó, casi sin presentaciones, y casi sin necesidad de moderador. Las interpretaciones fueron, en general, muy buenas. El efecto que causamos en nuestro público fue impactante. El cura parroquial afirmó luego que la música que tocamos le pareció "celestial". Los periodistas comenzaron a hacer preguntas a Fripp y a los participantes del curso, todos los cuales estábamos a esa altura vibrando en una frecuencia muy distinta de la de nuestros visitantes. Desde los distintos grupos fuimos explicando brevemente cómo habíamos compuesto nuestros temas. Recuerdo haber mencionado, no sin emoción, a nuestros dos compañeros novatos, y cómo habíamos logrado integrarlos, con esa sola nota obsesiva que tocaban, y cómo a mi entender, habían termiando siendo el corazón del grupo. Allí le preguntaron a Fripp el por qué de la nueva afinación, y entre otros motivos, afirmó que la eligió porque era "blanca" (white). Eso me llevó a preguntar si en realidad no había dicho "amplia" (wide), a lo que me confirmaron que efectivamente le había adjudicado un color. Aparentemente Fripp, como otros artistas, poseería el don de la sinestesia, esto es, la asociación mental de sonidos, números o letras, con colores. En el curso quedó como establecido, entonces, que la afinación era blanca. Lo cual encerraría un error, ya que en realidad, cada sinestésico realiza asociaciones diferentes, y lo que para uno es blanco, para otro puede ser azul o rojo. Esa variante en la conversación llevó a una serie de preguntas sobre los colores de virtualmente todo lo que nos rodeaba, producto de la fascinación algo banal de alguno de los periodistas allí presentes.

Luego de nuestro recital, el diálogo con los periodistas y una frugal cena vegetariana, en otro salón se produjo un aplastante recital de Los Gauchos Alemanes, que tocaron con amplificación, y sus Ovation sonaron celestiales merced a un delicado efecto de delay programado por el propio Fripp.

Esa noche me fui a dormir con la sensación de que había pasado por la experiencia musical más fuerte de mi vida, pero me equivocaba. Al día siguiente me esperaba algo aún más intenso.

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Ese miércoles sería el último día del curso. En algún momento de la siesta, debería volver al auto, cargar mis cosas y emprender los ochocientos kilómetros de vuelta. A la mañana tenía sentimientos intensos y confusos. Me emocionaba pensar que esa noche dormiría en casa con Sonia. Me entristecía un poco también que el curso estuviera terminando, asumiendo acaso que el pico de intensidad había sido alcanzado ya.

Tras la relajación matinal y el desayuno, tuvimos nuestro habitual encuentro matinal, esta vez sin público, sentados en el círculo que habíamos aprendido a amar. Hicimos una breve evaluación de nuestras experiencias en el curso. Recuerdo con emoción a una compañera de Mendoza, (una de las "florcitas" que carecía de experiencia guitarrística, y en realidad trabajaba en el campo de la danza) quien lloró al recordar la experiencia de los silencios compartidos. Creo que en ese momento había un fuerte amor entre nosotros. Mirando hacia atrás, el que personalmente no haya tenido roces con ninguno de los otros participantes del curso, pese a la sensibilidad desnuda por varios días, me parece todo un logro.

Lo que pasó a continuación está más allá de las palabras, pero igualmente trataré de relatarlo.

Fripp se paró, con su guitarra colgada en el pecho (alta, casi sobre el corazón, como acostumbra hacerlo) y comenzó a recorrer nuestro círculo, entregándonos, de a tres o cuatro, pequeños pasajes o secuencias musicales que debíamos interpretar. El truco técnico es que cada grupo tocaba en un compás diferente, y en una clave musical distinta, haciendo así que el ritmo mutara constantemente, y que la armonía resultante sonara, más que disonante, modal. Por momentos escuché un samba-reggae, por momentos el ritmo era de una complejidad inclasificable. A medida que iba recorriendo el círculo, el sonido general crecía y se hacía más complejo. Tal parecía que Robert estaba componiendo en el acto, y que nosotros, más que su orquesta, éramos su instrumento, su cerebro. La potencia del sonido era abrumadora. Mi sensación de alegría y gozo era insuperable. Cuando Robert se paraba frente a mí para darme algún patrón, nuestras miradas hablaban de un placer compartido. Para entonces era claro que lo había aceptado como mi maestro, y que acaso él había aprendido a tolerarme. Con cada retorno por el círculo, los patrones que proponía crecían en complejidad, hasta que me propuso una figura de semicorcheas que estaba fuera de mi alcance. Se dio cuenta, y me la cambió en el acto por algo más simple. Su gesto entonces no fue de fastidio, sino de complicidad. Algo así como: "hasta aquí llegaste, pero vas a llegar más lejos".

No sé cuánto duró esa interpretación. No fue grabada, y no espero que nunca se repita. Para mí, formar parte de una performance de semejante complejidad, fuerza y sentimiento, es la experiencia artística más importante de mi vida. Cuando todo terminó, mi espíritu estaba lleno de amor y belleza. Aún hoy lloro al recordar aquel sentimiento, aquel momento, que sólo puedo comparar con la emoción sentida al nacer mi hija.

¿Qué puede uno sentir por la persona que le proporcionó semejante bendición? Aún a riesgo de incurrir en un lugar común, creo que Robert se convirtió en un maestro, y que ocupará ese lugar toda mi vida. La palabra "padre" me girado muchas veces los pensamientos, y se lo comenté a Hernán Nuñez. Robert no tuvo hijos, así que puede que Guitar Craft sea para él una realización de su instinto paternal. No puedo saber qué hay dentro de su mente. Obviamente se trata de un ser espiritualmente muy evolucionado, al menos si lo comparo con mi propia realidad vacilante.

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Antes de concluir el curso, Fripp decidió hacernos un regalito extra, no previsto para el Nivel Uno. El ejercicio de división de la atención. Consiste, básicamente, en que mientras con la guitarra se toca una secuencia escrita en un compás de tres tiempos, con la voz se cuenta un compás de cuatro. Nos lo entregó, en grupos pequeños, en un cuarto aparte. Se encargó especialmente de subrayar que era un ejercicio muy importante, que merecía toda nuestra dedicación. Mientras explicaba esto, y ya aproximándose a mí, mirándome fijo dijo claramente: "practíquenlo con dedicación, y no lo discutan". Esa mención (indudablemente dirigida a mi persona, por mi actitud de cuestionar su autoridad a lo largo del curso) me produjo una nueva oleada de emoción.

Ese fue nuestro último contacto. Durante algunos meses mantuve la rutina de las técnicas de relajación, la práctica de los ejercicios de relajación, la actitud devota. Mi aislamiento en Santa Rosa, mi imposibilidad de seguir las clases de Técnica Alexander y las circunstancias de la vida, hicieron que de a poco abandonara la nueva afinación, y que por momentos volviera a olvidarme de la guitarra. A los pocos meses inicié por primera vez mis sesiones de psicoterapia. Un año después, Sonia quedaba embarazada. Julia nació dos años después del curso, y para entonces mi vida fue una verdadera vorágine entre la intensa vida familiar, y la escritura de dos libros: una novela y un libro sobre mi cátedra de Derecho a la Información.

A lo largo de estos años, en determinado momento perdí el rumbo que claramente me fijaba Guitar Craft, y que puede resumirse en dos palabras clave: relajación y atención.

Sigo creyendo que ése es el camino. Sigo amando a Robert Fripp como uno de mis grandes benefactores. Y no discuto una sola de sus enseñanzas.

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El viaje de vuelta fue una experiencia extraña. Había estado muy triste en la despedida. Recuerdo una foto de conjunto, recuerdo abrazos, recuerdo cómo me encaró María Gabriela Epumer para pedirme que la ayudara a conocer sus ancestros indígenas, lo que me llevó a contactarla con José Carlos Depetris, quien a su vez descubrió así una rama perdida de la familia del cacique Epumer.

Esos ochocientos kilómetros en auto fueron únicos, ya que manejar en la ruta suele ser tensionante, pero yo estuve gloriosamente relajado todo el camino, aún pese al cansancio.

Mi reencuentro con Sonia fue hermoso. Ella estaba feliz de verme, y de apreciar los cambios en mi persona. No sólo mi actitud más relajada, sino también mi aspecto personal, ya que una semana de vegetarianismo y abstensión de alcohol habían obrado milagros en mi piel y mi mirada.

Es curioso cómo siempre terminamos hiriendo a aquellos que nos han hecho tanto bien. Pero al menos, los que hemos tenido esa suerte, llevamos esa marca en el cuerpo: la de haber sido amados. No creo que exista otra forma de redención.