Desde la irrupción de las máquinas en la cotidianidad siempre se ha divagado sobre el impacto psicológico que el trato con un artificio tendría sobre el ser humano. El panorama se fue difumando al quedar en claro que las personas entablan relaciones utilitarias y no de entre pares con los objetos tecnológicos (el televisor, la videograbadora, la lavadora, el teléfono celular), aunque siempre existan casos aislados de individuos que ven en computadoras e impresoras el mal encarnado (cuando no funcionan justo en el momento en que deberían funcionar), responsabilizando a estos pobres enjambres de cables y circuitos por la ocurrencia de todos sus males. No hay muchos psicoanalistas que hayan escrito tratados engorrosos sobre el asunto, aunque consultados siempre salen con el tema de la proyección como respuesta.
De ahí la existencia de una especie de agujero negro, de un vacío teórico y experimental en lo concerniente a la batería de emociones puestas en juego por las personas a la hora de emprender una relación –sea con el fin que sea– con un aparato, una cosa inanimada (buen momento para recordar al Tamagotchi).
Primero se intentó maquillar un poco la artificialidad o la maquinidad de la máquina. Se dotó a computadoras de voces sensuales (parecidas a las de operadoras telefónicas que dan la hora) o de vozarrones amables y sin rispideces. La tendencia, que existe y que seguirá existiendo por unos cuantos años, se orienta a la humanización de lo no humano, pretendiendo esconder detrás de un tono o un acento con atisbos de personalidad lo que esa cosa es: una herramienta, sin pensamientos propios ni sentimientos. (Ya la racionalidad no sería lo único que diferencia al ser humano del resto de los entes. Ahora, su distinción –con las máquinas, al menos– es que el ser humano siente.)
Y también están los estudios más modestos, casi irrisorios, pero interesantes, al fin y al cabo. Como el emprendido por investigadores de la Universidad de Georgetown (Estados Unidos) que, ansiosos por saber cómo la gente reaccionaría ante un chiche eléctrico más o menos mimetizado, no tuvieron mejor idea que comenzar a repartir gatos electrónicos a diestra y siniestra. Poco sabían que los resultados más curiosos llegarían de un pequeño grupito de pacientes de un hospital que padecían mal de Alzheimer, déficit de atención y problemas cardíacos.
En los primeros amagues de lo que en un tiempo tal vez se conozca como “robopsicología” y “roboterapias”, los científicos –Alexander y Elena Libin, pioneros en esta especialidad– descubrieron que los pacientes responden casi de la misma manera como reaccionan ante mascotas de carne y hueso. El beneficio estaría en que muchos de los pacientes incluidos en este estudio (algunos de ellos sufren de demencia) son incapaces de cuidar un perro o un gato verdadero, por lo que el animalito robótico funcionaría como una buena compañía sin requerir mucha atención a cambio.
Si todo esto ya era curioso, saber que el robogatito no es la gran cosa hace que la investigación y sus resultados sean aún más interesantes. De hecho, no es la última joya tecnológica ni mucho menos. Se llama NeCoRo (del japonés “neko” –gato– aunque los investigadores norteamericanos ya lo rebautizaron como “Max”) y lo fabrica la Omron Corporation de Japón. Y tiene sensores por donde se lo mire: en la espalda, mentón, cabeza, orejas, debajo de su pelaje sintético, para responder ante cualquier caricia. Pensado para competir con el perro-robot Aibo de Sony, NeCoRo responde cuando alguien pronuncia su nombre, detecta el movimiento, se estira, mueve la cola y reproduce 48 sonidos gatunos, según su estado de ánimo.
Y lo más importante (para algunos), el precio: 185 mil yens o 1500 dólares. Tal vez demasiado poco como pago por una mascota de vida eterna, totalmente higiénica, “apagable” cuando se pone molesta y que actúa desinteresadamente para demostrar en gestos dos palabras emotivamente tan profundas como “te quiero”.